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domingo, 31 de octubre de 2010

EL HADA


Dentro de la triste, rutinaria y gris realidad se pueden abrir espacios de luz. Las hadas (y los hados) existen, es necesario buscarlos. También dentro de nosotros mismos.


Laura llevaba años atrapada en el férreo cerrojo de la realidad. Una realidad en la que se repetían una y otra vez las mismas sombras, los mismos desalientos, la misma mirada desprovista de luz y de confianza en los demás. Las mismas rutinas una y otra vez acechándola sin descanso. Se levantaba cada mañana porque había que levantarse, desayunaba repitiendo desganadamente los mismos gestos, se enfrentaba cada mañana a una persona que en el espejo le resultaba cada vez más ajena, más lejana, a esas arrugas cargadas de dolor y a esas ojeras a las que se asomaba y sentía el vértigo de un mundo que cada día se le hacía más grande y extraño, más inabarcable, del que había ido perdiendo los pocos asideros que le quedaban. Cada mañana el mismo semblante inexpresivo, la misma sorda cadencia marcándole los tiempos y ella ejecutándola fiel y disciplinadamente, con el desapego y minuciosidad de quien ejecuta un papel que sabe que no es el suyo pero que, sin embargo, es el único en el que se reconoce. Cada mañana cerraba la puerta de su piso dando dos vueltas a la cerradura, comprobando que quedaba firmemente cerrada, bajaba las escaleras y se iba a trabajar.
No era así antes, pero tampoco sería capaz de determinar cuando quedó atrapada en este abismo sin rostro. Se trataba de un manto que la había ido cubriendo lenta y silenciosamente, sin que ella percibiera nada extraño, sin que dejara de ser ella misma, la misma que el día anterior, la misma de siempre. Y sin embargo, al cabo de esa continuidad hecha de reiteraciones y de lugares comunes, de reproducirse a sí misma una y mil veces, no se identificaba. ¿En qué momento se perdió? En qué momento perdió aquella niña que hacía de su mundo una fantasía permanente, que trepaba por sus sueños para escapar de la tristeza. En qué momento dejó de creer en las hadas.
Sin embargo, aquella mañana sí quedaría grabada en su memoria para siempre. No sabría recordar el día exacto, sí el mes y aquello que comenzó a removerse en su interior. Fue un mes de abril, la primavera ya había brotado en todo su esplendor, pero aún guardaba lo mejor. Cuando llegó al trabajo llevaba ya preparadas las mismas complicidades baratas que frecuentaba desde hace años con sus compañeros, la misma sonrisa puesta sobre su desdicha, el mismo recelo a todo aquello galopando en su interior. Se creía preparada para todo pero a veces basta una sonrisa para desarmar las frágiles durezas que nos creamos. Y eso fue lo que ocurrió.
Una sonrisa que no esperaba, diferente, nueva y libre de toda la carga de los sedimentos espesos y turbios que acostumbraba a descubrir en las otras sonrisas, en la suya propia; ese cieno al que se había hecho y que le hacía mirar la vida con un cinismo solidario en el que todos se coaligaban para esconderse unos de otros. Una nueva compañera había llegado. No se sabía cómo había aterrizado allí una extraterrestre. Se trataba de una mujer normal y a la vez diferente a todas, quizás porque el ejercicio de esa normalidad que decimos se ha vuelto cada vez más extraño. Tenía la tez morena trabajada a medias por la vida y por el sol. Era quizás lo primero que saltaba a la vista porque sugería una biografía muy distinta a las que le rodeaban. Se encontraba en plena madurez y sin embargo era todavía una madurez inocente que hubiera podido parecer en un primer momento mero producto de la falta de sucesos vitales, una inocencia coyuntural, expuesta abiertamente a los zarpazos de la vida, y perecedera, rápidamente perecedera, deseablemente por todos perecedera, necesariamente perecedera para ellos. Pero no. No sería así. Lo insólito se hizo familiar sin dejar su singularidad.
Desde el primer momento Laura sintió que aquella sonrisa, aquella persona, venía a resquebrajar ese cómodo terreno pantanoso en el que se había convertido su vida. Sintió un pequeño cautiverio que con el paso del tiempo se fue acrecentando, un poder mágico incomprensible, una fuerza que no era capaz de identificar pero que la fue tomando por completo, al principio cargada de una armadura de perplejidad que se iría cuarteando poco a poco.
Sin embargo, no era nada especial aquello que la atrapaba. Cosas de siempre (y cada vez parecía más que de nunca).Descubrió en ella una mirada distinta sobre la vida que fue recuperando de sus profundidades pequeñas actitudes que habían sido tapadas bajo espesas mantas de conformismos y mimetismos tranquilizadores y que fueron configurando un gran mosaico en el que lentamente se fue reconociendo.
Descubrió que no se es más por estar eternamente enojada, que levantar la voz una y otra vez para reclamar lo que se quiere o para manifestar su opinión no es carácter, es sin más mala educación y que se puede decir mucho más desde la tranquilidad y el tono de voz suave, que simplemente ya con eso decimos mucho más. Que estar siempre enojado nos amarga ese carácter y nos envilece como personas y nos hace perdernos lo mejor de la vida, los pequeños logros que vamos alcanzando y que son los que nos hacen saborear los deliciosos jugos que el tiempo se ocupa en irnos dejando a nuestro alcance.
Descubrió que las cosas raras veces se consiguen a la primera vez y que eso no es motivo para abandonar en seguida ni para descargar rápidamente la culpa de una manera despreciativa y simplista en el otro, sino que, desde la paciencia, es un momento para el reto personal, para quedar reflejados en él quienes realmente somos, quizás para equivocarnos y volver a equivocarnos, hasta llegar a acertar; que es momento para mostrar nuestro equilibrio personal, que a veces nuestro equilibrio personal se hace sobre la cuerda floja pero que debemos diferenciar: la que está floja ha de ser la cuerda, no nosotros.
Descubrió que los demás merecen y necesitan lo mismo que necesitamos y nos merecemos (aunque a veces malamente) nosotros, cariño y sus gestos aquí en la tierra de lo palpable: besos y abrazos; aunque ya nos hayamos hecho a este desierto de afectos y nos incomodemos con los que recibimos y nos lleguemos a incomodar (la burla no es más que un mecanismo de defensa) cuando percibimos que otras personas los prodigan.
Descubrió que en este mundo todos hemos nacido desnudos y que, por ello, todos somos iguales y que, incluso, el rey es poco para su siervo, y que al menos, la verdad es la verdad la diga Agamenón o su porquero. Descubrió que poner en la práctica lo contrario no es ser juicioso, sino ser servil; que ser dictador con los débiles y pequeños no ser estricto, sino ser cobarde; y vino a darse cuenta desde la simple educación al contemplar atónita y maravillada a la vez, como ella trataba a todos por igual con la misma cortesía y respeto, fuera cual fuese su condición social o puesto laboral, su edad o la incapacidad física que tuviera. No hacía más (ni menos) a quien era más en la escala laboral, ni menos a quien estaba por debajo en esa misma escala. Descubrió que la visión de la vida se tiene en la práctica de la vida y que con los que son dados a los discursos grandilocuentes ocurre como con los del refrán que quién mucho habla mucho yerra.
Descubrió que negarse a participar reiteradamente no era signo de ser crítico e inteligente, sino de puro y simple escaqueo. Descubrió que quien encontraba siempre razones virulentas y militantes para escurrir el bulto sólo era realmente militante en eso. Que el verdadero pensamiento crítico y carácter se mostraba en estar siempre dispuesto a participar en todo lo que fuera bueno para el trabajo y para aquellos a los que les afectaba; y en no dejarse arrastrar sin más por las inercias que los dictadorzuelos de baja estofa llevaban a la mayoría, la mayoría también por miedo o por mera falta de opinión.
Descubrió con qué facilidad del árbol caído todos hacen leña y cómo se aprestan a seguir echando leña al fuego hasta cuando éste amenaza con quemarles y cuan interesados están algunos en hacer un mundo de pequeños problemas, pero cuanta hondura de ser hay en aquellas personas que siempre tienden a hacer más pequeños los problemas cuando son inútiles o gratuitos, cuando amenazan con no solucionar nada y llevarnos con ellos. Cuando ejercen de mediadoras entre las demás muchas veces con su mera presencia.
Descubrió que éste no es un mundo de hadas pero que sí existen. Las podemos encontrar escondidas en batas de médica o enfermera, sentadas tras otra de las mesas de nuestro despacho, enfundadas en un mono de mecánico, o dentro de las paredes de una escuela infantil; pero están ahí, sin conocer ellas mismas el poder mágico que tienen, siendo ellas mismas las sorprendidas del efecto que causan, pero cautivándonos para sus fines que no son sino para los que hemos nacido: vivir y transmitir la vida y las ganas de vivirla con profundidad y alegría.
Laura llevaba años atrapada en el férreo cerrojo de la realidad. Una realidad en la que se repetían una y otra vez las mismas sombras, los mismos desalientos, la misma mirada desprovista de luz y de confianza en los demás. Las mismas rutinas una y otra vez acechándola sin descanso. Se levantaba cada mañana porque había que levantarse, desayunaba repitiendo desganadamente los mismos gestos, se enfrentaba cada mañana a una persona que en el espejo le resultaba cada vez más ajena, más lejana, a esas arrugas cargadas de dolor y a esas ojeras a las que se asomaba y sentía el vértigo de un mundo que cada día se le hacía más grande y extraño, más inabarcable, del que había ido perdiendo los pocos asideros que le quedaban. Cada mañana el mismo semblante inexpresivo, la misma sorda cadencia marcándole los tiempos y ella ejecutándola fiel y disciplinadamente, con el desapego y minuciosidad de quien ejecuta un papel que sabe que no es el suyo pero que, sin embargo, es el único en el que se reconoce. Cada mañana cerraba la puerta de su piso dando dos vueltas a la cerradura, comprobando que quedaba firmemente cerrada, bajaba las escaleras y se iba a trabajar.
Pero esta mañana sintió al levantase el “clic” de un cerrojo que saltaba y vio que la luz entraba con más intensidad de la habitual por las rendijas de su persiana y que no había sombras, ni desalientos acechándola al levantar las sábanas. Se levantó y aquella mañana se hizo su primer regalo del día: una estupenda tostada con mantequilla y mermelada de naranja amarga (la única cáscara amarga que había decidido saborear durante el resto de las veinticuatro horas) con un buen café con leche bien cargadito y un zumo de naranjas recién exprimidas. Se miró al espejo y reconoció a esas arrugas y a esas bolsas en los ojos. ¿Cómo no había de reconocer aquel rostro si llevaba conviviendo con él más de cuarenta años? Reconoció esas arrugas y las hizo suyas, las reconoció una a una, sabiendo qué habían traído consigo: su vida. Esta mañana marcó un tempo distinto y se atrevió a coreografiar en el pasillo de casa unos pequeños pasos de baile. Cerró la puerta del piso dando dos vueltas a la cerradura pero sin comprobar si estaba firmemente cerrada. Total, para lo que había para llevarse. Bajó las escaleras y se fue a trabajar.
Aquella persona que un día aterrizó como una extraterrestre y que con su sonrisa y saber estar se quedó, le había enseñado día a día otro viejo refrán: que es de bien nacidos ser agradecidos. Por ello Laura sentía la necesidad de agradecerle a ella esta mañana y esas otras muchas que a partir de ahora se presentaban. Pero a partir de esta mañana ya no la vería allí, ya no estaba entre ellos aunque sentía que sí lo seguía estando, iba con ella en su interior. Nunca los dejará, nunca la dejará. Por eso, justo antes de dar esos cortos pasos de baile se puso a pergeñar este escrito que ahora, mientras camina llena de nerviosismo y emoción, lleva doblado en el bolsillo superior izquierdo de su camisa, justo delante de su corazón, para que ella lo pueda leer y reciba esas gracias una vez más.

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