Etiquetas

viernes, 29 de octubre de 2010

EL VIENTRE DEL CABALLO




¡Que viene el neoliberalismo! clamaron aguerridas las huestes de la escuela pública y se aprestaron a defender con uñas y dientes la titularidad estatal de la escuela y con ella, sin hacer distingos, las viejas y rancias prácticas en ellas instaladas. Se trata de una provocación, es evidente, sólo quiero con ello empezar haciendo mención a que hoy por hoy la amenaza no se centra en el desmantelamiento institucional de la escuela pública, hoy por hoy, irrealizable, sino que se centra a corto plazo, más bien, en el modelo de escuela pública que queremos, y sólo a medio y largo plazo, sobre el carácter público de la institución educativa, si la escuela pública ha de seguir existiendo dentro de la esfera pública, si procede entonces su desmantelamiento institucional. Y dentro de ese cambio de modelo interesa saber cuál es nuestro propio aporte, de qué manera este complejo ideológico y político va colonizando también el pensamiento docente, va configurando, construyendo, su propia identidad como docente, y en concreto, como docente de la educación pública. ¿Qué queda del pensamiento neoliberal (neoliberal, neoconservador, ¡qué más da!) en el profesorado de la enseñanza pública? ¿De qué manera va introduciéndose en su propio pensamiento y va forjando la identidad docente? ¿Cómo cristaliza en esta identidad? ¿De qué manera, pudiera ser, que incluso los supuestos defensores de la escuela pública estuviéramos colaborando al hundimiento del modelo? Me atrevería a apuntar algunos rasgos que entiendo se van extendiendo entre el colectivo docente y que van construyendo un pensamiento más o menos ideologizado, que amenaza con convertirse en un pensamiento hegemónico y que en muchos núcleos se instala como pensamiento único.
Externalizar las responsabilidades. Una de los mecanismos exculpatorios clásicos del pensamiento neoliberal es la externalización de responsabilidades. Dentro de los conceptos clásicos de la economía está el de la externalidad o el efecto-difusión cuando la producción impone costos a otros que no son pagados por los que los imponen. Se trata de derivar los riesgos a asumir por la producción de un determinado bien hacia otros sujetos. La economía neoliberal se encuentra repleta de estas prácticas de externalización de los riesgos por las cuales se hace recaer en los consumidores, usuarios o en la sociedad en general en el caso de muchos bienes públicos, los riesgos (y sus consecuencias) propios de la producción de un bien. Externalizar es no hacerse responsable de las consecuencias de la producción de un bien. Esa externalización se ha convertido también en una práctica ideológica común por la cual se desvía la responsabilidad del fracaso en la producción de un bien (podríamos incluir la enseñanza bajo este apelativo) hacia otros sectores. Quiero recalcar que ese proceso de externalización se produce fundamentalmente en el fracaso y no en el éxito puesto que éste tiene siempre suficientes “padres”. Esta es la práctica política a la que asistimos en muchos procesos de descentralización o de fomento de la autonomía en los centros, especialmente cuando éstos no conllevan aumento de recursos más bien al contrario, en muchas ocasiones suponen un estancamiento o descenso de los mismos. Se trata de derivar la responsabilidad del fracaso hacia el profesorado. Esta filosofía política de la descentralización tiene lugar en un contexto de aumento de demandas por parte de la sociedad al sistema educativo; derivado de este aumento de demandas hay un aumento de las responsabilidades de los centros escolares y con ello de las funciones requeridas al profesorado. El discurso de descentralización supone que ante la opinión pública aparezcan los centros escolares como responsables únicos de la satisfacción de esas demandas. Ese fenómeno implica que al aumentar las exigencias (la escuela se ha convertido en la clave casi mágica de la solución de todos los problemas económicos y sociales y con ello la responsable última de los fracasos en esos mismos problemas) aumentan con ellas las culpas, y con ello se genera una reacción en el profesorado con diversas consecuencias, la primera de ellas es clara: el profesorado también practicará el mismo mecanismo de externalización de responsabilidades que viene sufriendo. La responsabilidad del fracaso de la educación puede aparecer en primer lugar en los propios alumnos, al fin y al cabo el empeño del profesorado en que aprendan no se trata sino de algo inútil, de donde no hay no se puede sacar, este es el sentir cada vez más común. Las capacidades innatas y familiares del alumnado se convierten en factor determinante del éxito o fracaso escolar. En consecuencia la externalización también alcanza a la familia, el profesorado requiere la colaboración ineludible del entorno familiar sin el cual cualquier labor docente es inviable. Es evidente la importancia que en la educación tiene las capacidades innatas del alumno y su entorno familiar, pero también lo es que inculpar a ambos del fracaso escolar supone un planteamiento determinista que conlleva una devaluación de la labor docente. El profesorado pretende conseguir su exculpación a cambio de negar su papel en el proceso educativo. El error de este mecanismo de externalización no reside en la búsqueda de diferentes responsabilidades de los fracasos, sino en la exculpación de uno mismo ya que esto pone de manifiesto dos cuestiones: en primer lugar, la falta de reflexión crítica y autocrítica, de dinámica reflexiva; y en segundo lugar, una pérdida de compromiso con el hecho educativo. Del mismo modo, argumentando esta externalización aparece una ideología del experto.
Ideología del experto. Asistimos en el pensamiento neoliberal al establecimiento de una blindaje del territorio. Frente a la visión política de la educación que otorga su cuota de poder y responsabilidad a la comunidad educativa, se reacciona defendiendo en ella el exclusivo dominio del experto. El experto es a la vez el técnico en la materia que defiende su espacio propio frente a intromisiones ajenas. En esa guerra de reparto de responsabilidades, el docente siente como una amenaza el que cualquiera pueda tener su opinión acerca de lo que procede en la enseñanza, sobre lo que está bien y mal, sobre las causas y las responsabilidades, es entonces cuando surge la retórica de la profesionalización, que como bien dice Mariano Fernández Enguita “no es más que la expresión débilmente sublimada del deseo de librarse de cualquier control externo, pero muy particularmente del control del público”. Carece de sentido que un técnico en la materia, un profesional, pueda ser controlado por quien desconoce lo mínimo en el dominio de la misma; “es profesional quien cuenta con un conocimiento exclusivo, incluso esotérico, en un ámbito determinado, en el cual los demás, y en particular el público, quedan por tanto relegados a la condición de legos”. Es así como nos encontramos con un proceso aparente de desideologización (que como no podía ser menos esconde su propia ideología) por el cual el componente ideológico explicitado y reflexionado se bate en retirada frente a una visión tecnocrática y pragmática. En el lugar central del conflicto generado por esta ideología (esto es aunque no se presente como tal) se encuentra el problema de la participación. Sin poderse oponer frontalmente a la idea de participación, el profesorado se siente ofendido por ser la única profesión a la que se le reconocen funciones de control y gestión a su clientela. En este desarrollo de una mentalidad de asedio (en terminología de Stephen J. Ball ) se produce de igual manera el cerramiento por “arriba”, esto es, la descalificación de las propuestas e iniciativas de políticos y teóricos (en este calificativo podemos incluir a personal muy variado, profesionales de la administración, catedráticos de Universidad, asesores de Centros de Profesores, trabajadores de equipos de apoyo...), bien argumentando el desconocimiento pleno del hecho educativo o la pérdida del contacto con la realidad que le hace perder de vista la complejidad y los matices de ese hecho. Se genera con ello una coraza teórica que sirve tanto para justificar posiciones como para descalificar supuestas o posibles agresiones. En la práctica se trata de un proceso de apropiación de la institución educativa por parte del profesorado. En esta visión de la educación (y de la sociedad) tecnocrática, cada especialista ejerce su dominio sobre un campo, con el único objetivo de alcanzar soluciones eficaces por encima de otras consideraciones de tipo ideológico o político y en la pugna por cerrar su territorio se opta por una concepción de profesionalismo como acotación de un campo exclusivo de competencias, en detrimento de una profesionalización entendida como el desarrollo de un conocimiento abstracto al servicio de las necesidades concretas de su público (M. F. Enguita ). El desarrollo de una ideología del experto no implica únicamente una lucha por el poder sino que conlleva también un cambio en la concepción de la educación al pasar ésta a ser considerada principalmente un problema técnico.
La educación, un problema técnico. La pregunta dominante en la enseñanza gira en torno al cómo habiendo dejado arrinconados en el rincón del olvido el por qué y el para qué. La educación se ha convertido en un problema fundamentalmente técnico, de dominio de herramientas y estrategias. Esta tiranía de lo tecnocrático extiende sus garras más allá del centro educativo y coloniza también las redes de formación permanente. En la gran mayoría de las actividades de formación (que no hay que olvidar en el contexto mercantilizado en el que se producen) el profesorado demanda recetas como si la educación fuera un mero dominio de técnicas independientemente del contexto en el que se desarrollan esas técnicas, del talante con el que se llevan a cabo, del sentido que adquieren (o no) en un todo. Recetas desproblematizadas en una educación desproblematizada. La paradoja es que la aparente obsesión por las técnicas tenida en un contexto en el que se ha perdido la reflexión ideológica y política, en un contexto de encastillamiento para lograr salir indemne de las amenazas y las críticas que vienen de fuera, degenera con facilidad en la rutinización. La educación sin el acicate ideológico pierde con facilidad su carácter innovador. La innovación requiere necesariamente un análisis y diagnóstico de la realidad, una reflexión crítica sobre la misma. Ese encastillamiento que persigue “dignificar” la profesión docente paradójicamente la devalúa al rutinizarla. El docente llega a lo más a ser un correcto aplicador de técnicas. Persiguiendo el sueño de lo profesional de la enseñanza, la realidad deviene en mecánico de la enseñanza; a lo más un correcto y digno mecánico, en la medida en que se ha separado la concepción y la ejecución del trabajo. El docente corre el riesgo de quedar limitado a mero ejecutor de técnicas ya establecidas por el saber común. Es conveniente resaltar la pretendida (e imposible) neutralidad y objetividad y sus consecuencias prácticas.
Vuelta al puro y duro instructivismo. Desde el discurso de la neutralidad sólo hay un paso hasta el instructivismo unilateral. El objetivismo pone el acento en aquello que puede ser claramente medido, la valoración implica cuantificación, en esa línea lo que se debe enseñar es aquello que se puede aprehender. El acto docente ha de ser un acto de asepsia en el que el maestro (profesor) no se ensucie con cuestiones que no competen a la función docente. El profesor rehuye cualquier cuestión que exceda en todo o en parte los límites del grupo clase o de la propia materia y marca con claridad cual es el territorio de su competencia, qué se incluye en él y qué no. Este comportamiento implica varios niveles de desafección. M. Fernández Enguita habla de la desafección hacia la organización para indicar que el profesor no quiere saber nada de nada fuera de lo que entiende es su cometido, la materia, el aula, evitando todas las funciones distintas de la instructiva y que tengan que ver con la dinámica del centro, en estos casos el centro no sería una comunidad de aprendizaje sino una suma de agregados con intereses particulares. Enguita incluye en estos casos el rechazo a la realización de actividades docentes más allá de su aula o materia (tutorías, orientación, apoyo...). Pero junto a la desafección anterior conviene hacer referencia a un par de ellas más.
Una desafección hacia lo transversal y extracurricular. Si en el discurso de renovación pedagógica de hace unos años se contemplaba este campo como una manera necesaria de completar la labor educativa que se quedaba corta, en la actualidad asistimos cada vez más a un rechazo del mismo. La labor docente viene marcada no sólo por los límites de la materia sino que está igualmente delimitada por el horario lectivo y el aula o, en el mejor de los casos, por el centro. Nada que se salga de esos tres límites es contemplado como propio de la función docente. Y también una desafección hacia la función educadora. El docente se va quedando poco a poco con la función instructiva, ahí establece su campo de competencia. El objetivo es ser un profesional libre, neutral y con una actuación impersonal. El experto burócrata tipificado por Max Weber.
Perfecto burócrata. Perfecto funcionario. La versión en el sistema educativo de este experto burócrata para Weber sería el de profesor como simple instructor, los valores quedarían reducidos al ámbito privado y la enseñanza pública se trataría de una enseñanza libre de valores que como afirmó Carlos Lerena conduce al reinado de los valores dominantes y a la dictadura del funcionariado. El funcionario se limita a aplicar una reglamentación legal, es ajeno a la realidad sobre la que trabaja y por lo tanto i-rresponsable de los desajustes que pudieran darse entre esa reglamentación y la citada realidad; tienen sus competencias perfectamente delimitadas de las que estatutariamente no debe salirse. Frente a la percepción de incremento de demandas al sistema educativo interpone la reglamentación, la limitación, el estatuto, la neutralidad... el muro.
En esa dictadura del funcionariado los expertos y la razón tienden a disolver la política, la educación y la cultura en un proceso de desencantamiento. En él los profesores se convierten en simples instructores dejando la educación en valores como asunto privado. Ese profesor-burócrata, por tanto, ha de regirse por la absoluta neutralidad. En el imaginario colectivo de los docentes aparece el funcionario como ideal, como referencia, establecido principalmente en tres aspectos, la limitación de su tiempo laboral, la limitación de sus funciones y la limitación de sus responsabilidades. Asistimos a un proceso de mimetismo por el cual el profesorado va adoptando esas características que cree ver en los funcionarios. El profesor se desentiende de todo aquello que ocurra más allá de su tiempo de presencia obligada en el centro. Se va estrechando el círculo de las competencias docentes al rechazar todos los aspectos transversales y extracurriculares; se van reduciendo las responsabilidades debidas a su función en un doble proceso, el de la externalización de esas responsabilidades que ya hablé al comienzo y en un segundo de extrañamiento, de alejamiento de la realidad, de desentendimiento de ella. Se produce un distanciamiento progresivo respecto al arquetipo de maestro permanente y respecto a la realidad escolar. El maestro cada vez más vive dos vidas, la laboral (que siempre se pretende que ocupe menos lugar) y la personal, cada vez más distante geográfica y psicológicamente de la primera, muy cerca de la figura del extraño sociológico que utilizaba Carlos Lerena para reflejar ese estar en la comunidad pero no formar parte real de ella.
Desencantamiento y conformismo social. El fenómeno del desencantamiento al que he hecho referencia no se trata sino la culminación de una tendencia histórica en el proceso educativo (y de la sociedad en general), la de encontrarse inmerso en un proceso de secularización. “Para que ser maestro sea sinónimo de ejercer la docencia, y para que la de enseñar sea una ocupación definida, ha sido preciso que el trabajo de enseñar, aprender, se desgaje de su primitivo tronco: un tronco en el que estaban confundidas las posiciones y papeles de, por de pronto, padre, director espiritual, maestro, sabidor o especialista, juez, médico y señor” (C. Lerena ) Ese proceso C. Lerena lo ejemplifica en nuestro país en la sustitución del término maestro por el de profesor, y posteriormente por su “replica secularizadora”, la de enseñante, “el último escalón en el que se borra el ser y aparece el mero hacer”. A la devaluación definitiva del término vocación le ha continuado el distanciamiento cada vez más profundo entre el ser y el papel desempeñado, A la desacralización (ahora total de cada uno de los rituales establecidos en la docencia) le ha seguido el desencantamiento. Al oficio cargado de deberes y cargador de las dolencias del mundo propio de una visión moralizadora y “sacerdotal” de la profesión le ha seguido el camino hacia la indolencia cada vez mayor propia de una visión “neutral” de una burocracia ajena a los desequilibrios de la sociedad. Ese desencantamiento libera a la visión de la realidad de magia alguna y genera dos consecuencias, la primera la dependencia de la racionalidad, pero de una racionalidad del burócrata, una racionalidad de medios, técnica, que pretende ser neutral; la segunda el conformismo social resultante, no importa lo que le sucede a los demás y, si importa, nada se puede hacer. Se adopta un fatalismo que conduce a la pasividad y al inmovilismo.
Individualismo exacerbado. “El culto al individualismo ha infectado profundamente la cultura ocupacional de los profesores” afirma A. Hargreaves . Ese culto al individualismo genera a la vez una cultura del aislamiento que limita profesionalmente al docente a la vez que es “el caldo adecuado para el cultivo del pragmatismo, la pasividad, la reproducción conservadora o la aceptación acrítica de la cultura social dominante” (A. I. Pérez Gómez ). Atrapado en la mentalidad de asedio el profesorado agudiza su aislamiento psicológico y con ello refuerza aún más (el modo de hacer docente ya está claramente orientado hacia el individualismo como consecuencia de unas condiciones físicas y arquitectónicas y una fragmentación horaria y disciplinar que fomentan el aislamiento) el aislamiento ecológico, generando el fenómeno de la balcanización (A. Hargreaves ) que supone una organización configurada en torno a espacios cerrados en la que se pierde la visión del conjunto del proyecto educativo del centro. Así organizada la escuela el profesorado siente que el tiempo de reflexión común, de preparación común es algo de escaso o nulo valor. Sin embargo, en la cultura escolar tradicional el individualismo se trata de una herejía teórica que es necesario al menos disimular, frente a él la colaboración y la colegialidad aparecen como claves fundamentales del proceso educativo. Institucionalizada esa colegialidad a través de órganos colegiados y tiempos comunes desde la cultura del individualismo deviene en una colegialidad artificial reglamentada por la Administración, que se vive como obligatoria, que aparece fija y limitada por un tiempo y un espacio y de la que se puede prever unos resultados perfectamente previsibles.
En el año 1992, J. Félix Angulo , proponía la imagen del Caballo de Troya para advertir de los riesgos que conceptos importantes y amplios, como calidad, igualdad de oportunidades, informática, podían tener dentro, y de la necesidad de ser muy cuidadosos y de colocar el discurso retórico que los justificaba en el objetivo de nuestra crítica, no fuera a ser que su interior nos sorprendiera al llegar la noche, antes de que los creyéramos conquistas y exigencias incuestionables de nuestra prosperidad, y antes de que lo que escondía delimitara y determinara los parámetros de nuestra reflexión y de nuestra práctica. Quizás ya no hay problema con todos esos conceptos y “conquistas” arriba mencionados, son moneda común, se dan por supuestos y se verbalizan con toda naturalidad, quizás el que resulta extraño es aquel que los cuestiona. No hay problema porque hemos convertido al caballo en Troya y lo que puede ser peor, a Troya en el caballo. Ideológicamente queda poco por conquistar. Parece que todos nos hemos ido a vivir al caballo, sin dejar de permitirnos el lujo de afirmar que lo seguimos haciendo en el corazón de Troya. Defendemos nuestras conquistas de las amenazas del caballo (de Troya) y lo hacemos desde la comodidad y las miserias en las que nos hemos instalado en el vientre del propio caballo. Hemos asistido a una disociación entre práctica y teoría a partir de la cual se ha hecho posible la existencia de prácticas similares recubiertas de discursos diferentes. Esto ha sido así porque en nuestra sociedad mercantil, el discurso con frecuencia no pasa de ser una escaparate para la venta o para el consumo que no refleja la realidad que se esconde detrás. La afiliación política, sindical, o la ideología verbalizada puede ser menos relevante que otras dimensiones de la existencia individual que reflejan con más fidelidad la base ideológica subyaciente de ese comportamiento y de la categoría social en la que se encuentra. Con frecuencia reivindicaciones laborales o pretendidamente educativas no sólo no han puesto en cuestión el discurso educativo dominante sino que, en buena medida, han colaborado a consolidarlo. Por ello, puede interesar más que la ideología públicamente expresada, los comportamientos micropolíticos concretos (el currículum oculto que aparece en cada una de las prácticas educativas, sociales, políticas, sindicales...). Es necesaria para lograr sobrevivir con cierta higiene mental, la recuperación de un discurso global y complejo que tenga en cuenta estos matices y que anime a su concreción en el mundo educativo. Nos toca intentar salir del vientre del caballo y dejar que el aire del amanecer nos sacuda el rostro y nos despierte, a pesar del frío que podamos sentir, a pesar de que podamos descubrir que estamos solos y de que los troyanos nos contemplan con pavor, extrañeza, desprecio u odio, asomados a los estrechos ventanucos abiertos en el vientre del corcel.

No hay comentarios:

Publicar un comentario