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domingo, 7 de noviembre de 2010

LA UNIDAD DE MEDIDA


Yo soy la unidad de medida, así reza la máxima del egocentrismo cultural y social dominante entre nosotros. Mi pensamiento fluctuará sin llegar a entrar en crisis en función de lo que yo considere mis necesidades, nunca me enfrentaré a posiciones contradictorias pues todas ellas se encontrarán bajo un mismo manto, yo. Las amenazas que pueda sentir, los miedos que me atenacen no harán sino aportar argumentos a esa amalgama de pensamientos que terminará solidificándose tras fundirse a gran presión en mi interior. El magma, formado a la par entre la cabeza y las tripas y que llevará a posiciones extremas y primarias. Ese yo es esencialmente conservador, ejerce de freno permanente, y, en su cara más elemental y rudimentaria llegará a ser de naturaleza fascista. Y, sin embargo, aquí encontramos la paradoja, la unidad de medida se encuentra alimentada por etiquetas supuestamente antagónicas: conservador, progresista, derecha, izquierda, pasivo, reivindicativo. Todas ellas vienen a sustentar, en buena medida, ese gran pensamiento único capaz de presentarse bajo diferentes rostros y de venderse con desiguales propagandas. La clave de esa paradoja quizás podamos encontrarla en un concepto rico y envenenado a la vez: los derechos adquiridos. Vivimos en una sociedad cómodamente instalada, formada por unos individuos absolutamente remisos a permitir un paso atrás en sus derechos. En una sociedad que ha crecido gracias al empobrecimiento de otras, a su despojo, y el crecimiento de estas últimas difícilmente podrá darse sin el deterioro de las primeras, sin la perdida de bienestar de sus ciudadanos, sin renuncias, sin la merma en derechos adquiridos. Es aquí donde entran las tripas, hay derechos irrenunciables, pero hay otros que no disminuyen nuestro ser, nuestra categoría humana (si la tenemos), aferrados al bienestar, instalados en el aburguesamiento, abocados a la molicie; es a estos a los que más nos agarramos, los que defendemos con uñas y dientes, con la fuerza y la rabia que nos nace de las vísceras. Y son a las emociones que nacen de estas vísceras, acríticas y manipulables por naturaleza, hacia donde va dirigida la propaganda mayoritaria y primordial de toda institución. Se busca seguidor, votante, fiel, creyente, no personas que piensen por sí mismas; y es aquí donde encontramos el encuentro de las diferencias, donde no es posible diferenciar unos de otros sin conocer anteriormente las etiquetas: en el yo y sus derechos adquiridos como unidad de medida, en la defensa acrítica de las posiciones alcanzadas, en la ignorancia de las víctimas que ha sido necesario dejar en el camino. Entonces podemos encontrarnos con el corporativismo donde debiera existir compromiso social o con el nacionalismo donde debiera haber internacionalismo. Y es también aquí donde podemos encontrar el nexo de unión con otra unidad de medida: el grupo, la tribu, la nación, la religión. Mientras que entre nosotros estas pueden funcionar como la conjunción de intereses individuales, en otras culturas pueden llegar a ejercer como elemento de disolución de ese yo que es sacrificado en el altar de la palabra de dios o de los derechos históricos de un pueblo, de una patria, una argamasa en la que uno voluntariamente se inmola para lograr mantener la unión del edificio, porque es ese edificio, la estructura, la que importa, sus mitos y sus dioses, sus razones y sus sinrazones; no las personas que en ella habitan. El fanatismo.
¿Cuál debiera ser entonces la unidad de medida? El otro. La víctima, el perdedor, quien se ha quedado en el camino, quien de verdad sufre, pero esto exige capacidad de reflexión y de autocrítica, generosidad, madurez emocional, y es así como, a la par que el otro crezco yo, soy también el beneficiado, aunque llegue a bajar escalones en mis cotas de bienestar. (¿Qué clase de bienestar, por otro lado?) Quizás ha llegado el momento también de una declaración de deberes humanos.

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