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viernes, 28 de enero de 2011

LA DERROTA


Acabo de leer Anatomía de un instante, de Javier Cercas, la crónica del intento de golpe de estado del 23 de febrero de 1981 escrita a partir de un gesto, el de Adolfo Suárez permaneciendo sentado mientras las balas de los golpistas zumbaban a su alrededor en el hemiciclo del Congreso de los Diputados y los demás parlamentarios –salvo Gutiérrez Mellado y Santiago Carrillo- se ocultaban bajo sus escaños. Suárez ya era entonces un derrotado y a pesar de eso, o quizás por eso, se trata de un gesto de coraje y rebeldía, libérrimo y póstumo, como lo califica Cercas. Con todo ello, un gesto cargado de estética y de ética, independientemente de la valoración de la labor política realizada por Adolfo Suárez y de su catalogación como persona y personaje público. Esto quiere ser una reflexión sobre el papel de la derrota en la vida y sobre el papel que le asignamos a los derrotados. Mientras leía el libro no podía evitar realizar la similitud entre la situación política y personal de Suárez, en ese momento, y la de Zapatero, en éste. La victoria tiene muchos padres y amigos, la derrota casi ninguno. Permanecer en pie es la pretensión de mantener la dignidad en ella, pero también asumir su responsabilidad en la misma. Sin embargo, de la derrota se huye, casi siempre se proclama la inocencia y suele ser el gran festín para los miserables. Los buitres se multiplican al olor del cadáver, nada une más que un enemigo común, un chivo expiatorio, una proclama que gustosamente se asume como propia, importa la carnaza, no tanto las razones para el asesinato; importa la ocasión para el vituperio y el desollado, las gaviotas, animales carroñeros, fácilmente se transforman en buitres, pero muchas supuestamente palomas, sorprendentemente también lo hacen.
El error es un suceso plenamente humano. La derrota también, forma parte de nuestra vida, en manera alguna es deshonrosa, sí puede serlo la actitud que mostremos ante la misma: su negación, la compulsiva exculpación, la abdicación presurosa a aquellas convicciones o realidades que nos llevaron a la misma, la búsqueda del responsable, del chivo expiatorio, en definitiva, renunciar a incorporarla como un hecho más de nuestra existencia, a aprender de la misma, a crecer con ella. Derrota no tiene por qué ser sinónimo de equivocación, tampoco de acierto, no un hecho del que avergonzarse, es un dato más de nuestra vida en el que como en todo acontecimiento toca mantenerse erguido y aprender, a nuestro alrededor muchos habrá que escondan la cabeza y muchos también que se apresuren a coger la piedra y a lanzarla o a ir de nosotros como apestados. Mantenerse erguidos, aprender y crecer como persona.
Pero la derrota también es un dato biológico, quizás la enfermedad y la vejez lo sea, no de humillación. La derrota nunca hacer perder la dignidad, la puede hacer perder nuestra actitud ante la misma; al contrario, esa actitud ante la derrota nos puede hacer aumentar la dignidad, quizás esa que nunca tuvimos. La enfermedad, la vejez, la muerte, nos puede ofrecer la oportunidad para ese gesto de coraje, libérrimo, de sabiduría, ético y estético, ese gesto que puede ser que nunca tuvimos y que ni siquiera imaginamos llegar a tener. Ese gesto por el que se nos recordará, por el que otros se sentirán orgullosos de nosotros; ese instante, quizás, en el que por fin fuimos libres, por fin felices. En el que otros huyen o que culpabilizan a los demás, o en el que muchos nos rehúyen, por el que sienten miedo, como nosotros, pero que nos ofrece la oportunidad de ser la persona que siempre quisimos ser, la ocasión de sentirnos redimidos de tanta mediocridad, de cerrar nuestro historial de derrotas no con una victoria de mierda sino con el triunfo sencillo, silencioso, libérrimo, una vez más, de un derrotado.

VEJEZ

“Yo no me siento viejo. La juventud está en la cabeza”. Yo callaba. No tenía nada que decir positivo ante este tópico que todos hemos repetido hasta que se hace tan evidente para ti su trivialidad y su irrealidad por lo que forzosamente dejas de hacerlo. Yo sí me siento viejo. No me vale que la cabeza vaya por donde quiera, ésta se encuentra encerrada, atrapada, en un cuerpo que también va por donde quiere. Me siento disociado en dos componentes que responden a estímulos diferentes y que tienen expectativas muy diferentes también pero que se encuentran obligados a cohabitar. Mi cabeza podrá mantener la lucidez y ser capaz de crear, de producir novedades, y de mantener un cierto nivel contestatario de aspecto lejanamente juvenil; pero mi cuerpo a lo más que puede aspirar es a no cansarse, sus sueños no van más allá de quinientos metros (siendo muy generoso) o de mantener las fuerzas suficientes como para tener un mínimo de autonomía. La autonomía que le sobra a mi cabeza, le falta a mi cuerpo. Pero no se trata de un divorcio en toda regla, mi cabeza (mi alma quizá, hablo de la cabeza como si no formara parte de mi cuerpo) ha ido conformándose también con esas limitaciones y forzosamente ve la vida de otra manera, no diré que peor, sí claramente distinta. Aspiro a que ella también sea capaz de ejercer una influencia suficiente sobre él como para que éste no se abandone y renuncie a vivir.
Esa noche, a la vuelta de una cena con amigos, me miré al espejo del cuarto de baño y confirmé que éste no admite engaño alguno. Dónde antes podía haber una frente despejada ahora hay una excesivamente despejada, excesivamente; las arrugas no son postizas y dónde antes pudo haber la mirada chispeante de la juventud ahora hay una cargada de años, más serena, también más triste; más tierna, también más vencida. Eso son años, majete, y el paso de los años, digamos lo que digamos, se puede llevar de una manera o de otra, pero con él se va la juventud por mucho que intentemos disfrazarlo.
Me miraba y veía algo más. Veía a mi padre. La tripeja colgando y cargada de estrías, más hecha de carne y pellejo dado de sí que de grasa; las extremidades cada vez más delgadas por ausencia de musculatura; el sexo escondido, asustado quizás, desmemoriado y turbado de verse así reflejado en el espejo, y una imagen general de desvalimiento que me recordaba a él. Me recordaba su mirada de animalillo asustado preguntándose quien le protegería ahora con la que me observaba la primera noche en que se quedó solo y fui a arroparlo y despedirme de él; y sobre todo el primer día (y siguientes) en el que le ayudé en la ducha. Su cuerpo pudorosamente tapado al principio por el albornoz color crema y gastado por las lavadas, que se veía forzado a exponerse al otro. Ayudándole a entrar en la bañera levantándole la pierna izquierda que era la que arrastraba, rociándole de agua por todo el cuerpo, enjabonándole después. Resultaba para mí una situación embarazosa, no por la desnudez del cuerpo sino por la sensación de abandono que percibía, de papeles cambiados, quién era en ese momento el padre y quién el hijo. El embarazo aumentaba cuando con la esponja enjabonaba sus genitales, las bolsas de los testículos fuertemente caídas envolviendo amorosamente un pene minúsculo. El silencio entre los dos durante este ritual que los dos vivíamos con cierta solemnidad sabiendo que marcaba un punto sin retorno. El momento de secado más relajado pues se iba acabando la incomodidad y el desconcierto. Esa primera vez quedó grabada en mí. Cuando todo terminó me retiré a llorar como un chiquillo, a escondidas, sollozando y moqueando, humillado yo, no él, por haber vivido mi primer momento de ternura con él, haber tenido que esperar hasta llegar a este punto para poder tenerlo. Cuantos años perdidos, cuántas ocasiones desperdiciadas. No me vengáis con que la juventud está en el cerebro.
Uno dejó de ser joven cuando comió del árbol prohibido, cuado dejó de creer en la magia y en los milagros, cuando ve la vida con ojos desencantados, forzosamente desencantados. Cuando la carga sobre las espaldas se siente mucho más que el horizonte que se vislumbra, cuando no podemos obviar todo lo que va quedando atrás, salvo que uno se convierta en un mal actor siempre sobreactuando en el papel de joven, convertido en la patética estampa de una memoria en la que nada es capaz de dejar huella alguna, resistiéndose a que la vida le haga madurar. Cuando comprendió que la juventud no es El Dorado en el que es necesario permanecer eternamente, que no existe El Dorado, sólo existimos nosotros, con más o menos pelo, con más o menos arrugas en el cuerpo y en el alma, siempre con sueños que cambian de forma y de color pero que no dejan de ser sueños; desenredando como podemos las lianas que crecen a nuestro alrededor.
Me metí en la bañera para darme una ducha. Me costó levantar la pierna derecha y me tambalee al introducirme en ella, me agarré como pude a la mampara de la bañera mientras me apoyaba en la pared. Abrí la ducha y dejé que el agua cayera sobre mí. Ese llanto externo sintonizaba perfectamente con el estado de ánimo que tenía en aquel momento. El agua recorría mi rostro y el cuerpo entero, arrastrando consigo parte de ese estado melancólico que me acompañaba y que me acompaña. Cuerpo y cerebro unidos en un solo estado sensorial.
Salí de la bañera con la misma dificultad y tuve que sentarme en la taza del inodoro para no tener problemas con el equilibrio. Me coloqué el pijama y me fui a la cama. Al sentirme entrar ella se arrimó a mí y me abrazo en silencio. No sé cual es el tiempo de la juventud y de la vejez, no sé cuando se cumplen los sueños y si realmente hay algunos que lo hacen, no sé en qué estriba la verdadera madurez, no sé en que tiempo estoy. Sí sé lo que es la ternura y que siempre es tiempo propicio para ella, sí sé que mientras pueda abandonarme en sus brazos estaré a salvo de muchos estragos de la edad. Joven o viejo recorreré mis avenidas cargado de misericordia y sensibilidad y llegaré al final hecho un hombre, minusválido en algunas cosas, castrado en otras, pero lleno de humanidad. Es lo que ahora me importa.

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