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miércoles, 16 de febrero de 2011

EL HOMBRE QUE RAJABA LOS BALONES

Banda sonora para la lectura del texto. Escuchar mientras se lee.

La vida de todos está llena de personajes misteriosos que bordean, si no entran de lleno, en el temor que nos producen. Crecimos rodeándonos de esos personajes, en una vida de calle, ellos y nosotros ocupábamos buena parte de nuestro tiempo en ella, y con el crecimiento nuestra visión de ellos y nuestra relación con ellos fue cambiando. La madurez es llegar a percibir los contrastes y los matices en las personas que nos rodean, irlos progresivamente humanizando, con sus luces y sus sombras, comprendiéndolos; madurez que no siempre se llega a alcanzar, empeñados en dividir la humanidad en dos grandes frentes ellos y nosotros, buenos y malos, blancos y negros, amados y odiados. Quizás hoy tendamos a buscar una infancia para nuestros hijos exenta de riesgos, creciendo en una búrbuja de cristal en la que no tienen la oportunidad de asomarse a la vida tal y como es. No asumen riesgos pero tampoco aprenden a superarlos y sólo en esa dinámica de enfrentarse a ellos y vencerlos llega la madurez. No corren riesgos, únicamente el de perpetuarse en el eterno infantilismo. No queremos que pasen miedos y les transmitimos los nuestros.


EL HOMBRE QUE RAJABA LOS BALONES


No recuerdo si metí gol o simplemente le di al balón con todas mis ganas, si pasó por entre el puñado de piedras que poníamos como poste o lo hizo a varios metros (nunca fui, muy a mi pesar, buen jugador), el caso es que me tocó cumplir con la regla pactada de que quien manda lejos el balón va a por él, y el balón fue muy lejos, así que me tocó correr tras él a todo trapo y embebido como estaba en atraparlo no me di cuenta que el balón atravesó el cruce de calles y que yo iba en su busca sin mirar nada más que aquel ente esférico y huidizo que se me escapaba. No eran años de mucho tráfico rodado en las calles de mi ciudad, lo que nos permitía jugar a nuestras anchas en ellas, deteniéndonos cuando era necesario el momento justo para dejar pasar el automóvil, pero ese día y en ese momento coincidimos los dos en aquel cruce, o casi coincidimos, porque yo salvé la vida y atrapé el balón, y él tuvo que frenar en seco para no llevarse por delante un chaval. Cuando volvía con la pelota en las manos vi como él se bajaba del coche con el rostro desencajado, como se dirigía hacia mí, me arrebataba el balón de las manos, lo metía en el auto, se metía él y ambos tres arrancaban y se iban. No le conocía, luego me enteré que era él, fue la primera vez que le vi, el hombre que rajaba los balones.

Había oído hablar de él pero esa fue la primera vez que me lo encontré cara a cara. Se oían decir decenas de tropelías por su parte y por lo que se contaba de él y sin haberlo avistado nunca ya me lo imaginaba con el rostro desencajado, la voz atronadora y el gesto desmedido, puro huracán, puro exceso y brutalidad, por lo que me sentí afortunado de haber salido ileso de aquel primer encuentro con sólo un balón perdido que, además, no era mío. Era, de alguna manera, uno de los personajes viles que poblaban nuestra infancia y todas las infancias, seres malvados de conducta canalla y aspecto ruin, mitad ser humano y mitad mitológico, mitad sátiro, mitad diablo, de comportamiento lascivo, plenamente rijoso en sus diversas acepciones, enfermo mental e inadaptado, al que se le veía venir, o de apariencia pulcra y cultivada que sólo descubría la libido malsana y la intención cruel cuando ya te encontrabas atrapado en su madriguera. Todos crecimos aprendiendo a huir de esos personajes y esa era tarea de enseñanza tanto de los iguales como de los mayores, y nos pasábamos buena parte de la infancia intentando descubrir al lobo bajo la piel de cordero.
Su casa la teníamos localizada, era una típica casa de nuestro barrio, con un pequeño jardín en la parte delantera, dos plantas y un patio trasero que se comunicaba con otros muchos patios traseros del resto de casas. Cuando aún no se había generado la manía de los adosados el barrio ya era precursor de una moda que haría furor en el futuro. La casa no tenía nada de especial salvo que era su casa y el propietario misterioso otorgaba también misterio a su vivienda. Se encontraba casi siempre cerrada y rara vez se veía a alguien entrar o salir de ella, eso le daba morbo y nos daba pie para desencadenar nuestra fantasía: aquel hombre tenía dos hijos a los que mantenía encerrados en una habitación interior cuya puerta sólo se abría para pasarles la comida, su mujer unas veces era una vieja bruja desgreñada y sucia que sólo emitía continuos gruñidos ininteligibles y otras una bellísima joven entregada a la fuerza a ese hombre y a la que no permitía salir a la calle y de la que abusaba continuamente, su casa se encontraba repleta de juguetes rotos que había ido acumulando con los años como trofeos de su guerra declarada a los niños, en su interior mantenía atado a una cadena a un perro salvaje al que mataba de hambre para aumentar su ferocidad y que por las noches algunos oían aullar lastimosamente durante horas enteras.... Podíamos pasar horas enteras asomados a esa verja fantaseando sobre mil y una peripecias a desarrollar allí, pequeñas o grandes venganzas, vendettas de tantos abusos cometidos, desquites en nombre de toda una generación. Eran momentos de valor y de miedo, dispuestos a la huída a la más mínima sensación de movimiento en la casa. De lo que no albergábamos ninguna duda era de la sentencia dictada: aquel hombre era culpable y como tal debía de ser tratado con severidad extrema.
Una tarde de invierno que me encontraba aburrido en casa decidí echarme a la calle en busca de compañía. Ya mi madre me avisó de la hora que era y del frío que hacía, que quién iba a estar ahora dando vueltas por la calle, que lo único que iba a encontrar era un pasmazo y todas esas cosas que las madres han aprendido desde la genética más primitiva, pero yo hice honor a mi edad y me eché a ella, eso sí, bien abrigado, guantes, bufanda, gorro y todas las capas que fueran posibles sin llegar a impedirme el movimiento. Alguna concesión era necesario hacer. Callejeé un rato sin encontrar por esquina alguna ser viviente con el que relacionarme hasta que sin intención premeditada me encontré delante de la puerta de su casa. Ésta ejercía sobre todos nosotros una especie de imán al que nos sentíamos inevitablemente atraídos; y allí me quedé, yendo y viniendo a la espera de algún camarada pero más pendiente, de hecho, de cada rendija de una persiana de aquella casa que de encontrar alguna cara conocida. Y entonces ocurrió. Se abrió la puerta y él salió con su gesto permanentemente malhumorado, atisbó los alrededores como a la espera de algún intruso al que devorar, y yo me quedé petrificado, como paralizado por un rayo, creo que pasó su mirada sobre mí y yo deseé que me tragara la tierra, pero su mirada continuó como a la espera. Y lo que esperaba llegó. Un coche paró en la misma puerta del jardín y a él se le cambió la cara, del vehículo salió una niña pequeña (a mí, desde la matusalénica edad de mis siete años me pareció infinitamente bebé) que abrió los brazos y se le abrazó a él. Y él hizo lo mismo, y reía y besaba, siete sonoros besos en su mejilla (los conté y los recuerdo con exactitud porque coincidían con mi edad) mientras la levantaba en volandas. Y entonces, sí que me quedé de verdad petrificado, es uno de los puntos en los que uno nota que empieza a dejar atrás la infancia, cuando empiezan a generarse en él contradicciones y se resquebrajan por primera vez las firmes imágenes que uno tiene hechas de los demás. No sólo era que él manifestara algo distinto a la furia que se le presuponía, siempre quedaba la posibilidad del engaño, era que ella se abrazaba y besaba con la misma intensidad, incluso parecía sentirse más feliz que él. De la mano se metieron en la casa y yo me sentí confuso, con un punto de terror ante lo que pudiera ocurrir allí dentro y una gran parte de desconcierto que no sabía como encajar, como un gran puzzle del que me faltaban muchas piezas. He de confesarlo, también me sentí avergonzado, quizás por ello decidí refugiarme de nuevo en mi casa y rumiar en soledad ese ininteligible embrollo.
La siguiente vez fue peor. De nuevo un equipo contra otro, de nuevo un balón en medio, de nuevo una patada fuera de lugar (la mía), ahora una calle distinta (la suya), y el esférico que va y va y va y cae donde no debe, donde nunca debiera haber caído, donde todo el mundo queda perplejo y mudo, inmovilizados ante el hecho, esa cámara lenta que todos observan y nadie es capaz de detener, esa parábola inquietante que todos van intuyendo que acabará en tragedia. Y así fue. El balón cayó en su jardín. ¡Su jardín! Y yo había sido el causante. ¡Yo! Y entre el balón y yo se interponía una enorme verja afilada, con gruesas lanzas terminadas en punta, picas esperando la res y esa res tenía que ser yo. Saltar a través de aquellas armas homicidas o llamar a la puerta y adentrarme voluntariamente en la boca del lobo. La alternativa era clara, suicidio o muerte violenta. Siempre era mejor el suicidio. Trepé a la pequeña tapia que sustentaba la verja, me auparon ellos hacia arriba para encaramarme a la verja e impulsarme con mis brazos para quedar sentado entre rejón y rejón, pero mis brazos no fueron lo suficientemente fuertes como para sostener el peso de mi cuerpo (nunca dije todavía que era un poco gordito) y me fallaron en el momento culminante y fueron esos rejones los que evitaron mi caída confabulados con mi tripa, y quedé cual pendón maltrecho de un ejército derrotado a la espera de ser robado por el enemigo. Y el enemigo, al oír el alboroto, salió y yo me desmayé allí mismo, sin fuerzas y aterrorizado por lo que se me venía encima.
Desperté en el hospital con un buen costurón en la barriga, debilitado y marchito, rodeado de atenciones y dejándome mimar. Contrito de lo ocurrido, siempre con la lágrima a punto para procurar la conmiseración y eludir los rapapolvos, incitando a la lástima y a la espera, de paso, de la limosna. Allí pasé algunos días rodeado de mis familiares y constantemente visitado por los vecinos y amigos. Pasé a ser el niño del milagro y así intente, entre sollozos y quejidos, llevar esa dignidad con orgullo y (falsa) humildad. Me sentí, pues, regalado y halagado durante aquellos días, hasta que una tarde la puerta se abrió y apareció él seguido de mi madre con la sonrisa en la boca. ¡Traidora! pensé en un primer momento, me hubiera levantado de un golpe si las fuerzas y mi dignidad me lo hubiera permitido (y el miedo no me hubiera atenazado y hubiera tenido algo de valor, todo hay que decirlo). Se acercaron a la cama y él, serio y en silencio me aproximó un paquete cuadrado del tamaño de una cabeza. Imaginé la cabeza de Juan el Bautista entregada a Salomé tal y como contaban en catequesis, toda sangrante y todavía caliente. Me animaron a abrirlo, mis dedos agarrotados por el pavor no eran capaces de romper el envoltorio, y él me miraba fiscalizador y sin perder ni un pequeño gesto o movimiento. Por fin el papel cedió casi al tiempo que mi corazón se encontraba a punto de escapar corriendo por mi boca con más valor que yo. Por fin el envoltorio descubrió su secreto: un flamante balón de reglamento todo y solo para mí.

1 comentario:

  1. El costurón todavía lo tengo y tan solo ahora he descubierto que el objeto del "allanamiento" no fue recuperar el balón, si no que tu pudieras hacer autentica poesía con el. No dejes de ver una película que se llama Todo está iluminado, de Lew Screiver. Un abrazo

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