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jueves, 14 de abril de 2011

EL BESO


Decir beso no es decir ese leve roce formal de mejillas, no es decir ese sordo e imperceptible movimiento de labios, es hablar de un contacto suavemente húmedo realizado con la parte interna de ellos (suave o profundamente húmedo, pero ahí hablamos de otro tipo de beso), es firme contacto, es beso y abrazo a la vez, boca y manos juntas. Decir beso es decir cariño, es decir amor. El beso no tiene sexo ni parentesco solo es necesario afecto y deseo. Se trata de detener el tiempo por unos segundos, transmitir en ellos eternidad, comunicar en ese aparentemente mínimo gesto un abanico enorme de sentidos difícilmente traducible en palabras. Se trata de emoción, de ganas de contagiar vida, de ganas de seguir viviendo. Decir beso es lanzar un cabo contra todo naufragio, aferrarse a la vida. Decir beso es hablar de aquello que verdaderamente necesitamos, que verdaderamente necesito.

MATÍAS. UN EMPLEADO CON DIGNIDAD

Matías era exacto, sin excesos; reglamentario, hasta la distancia; cumplidor, dentro del orden que él se marcaba. Todas las mañanas acudía a su empleo (el concepto trabajo tenía unas connotaciones que a él no le gustaba usar) recubierto de la formalidad que le distinguía. Con sus gafas montadas al aire, con su traje impecablemente planchado, con su bastón de puño nacarado (no necesitaba ningún punto de apoyo, sólo se trataba de una cuestión estética, a veces, en los días de lluvia, podía sustituirlo por un paraguas con el que también poder marcar el paso de la manera en cómo a él le gustaba hacerlo) hacía a pie el corto trayecto que separaba su casa de la oficina. Ese corto trayecto le servía a él para autoafirmarse cada día en su envidiable categoría: era todo un señor. No es que se tratara de un prócer del lugar, ni tan siquiera era que fuera una alta o mediana instancia de esa larga cadena que parasitaba la carrera funcionarial; es que él entendía que se había ganado a pulso esa categoría. Día a día había establecido dignidad dónde para él sólo había desprecio, día a día se había encargado de no hacer concesiones que le pudieran ningunear, de no mostrar nunca una fachada frágil, menor, de su persona. Con ese afán también había ido recortando poco a poco sus gestos, por ejemplo, todas las mañanas, al despedirse de su mujer y de sus hijos, realizaba un leve balanceo de cabeza para mostrar su despedida. Su familia había aprendido a distinguir esos balanceos, medían la intensidad del movimiento y con ella aprendieron a interpretar la pasión que podía o no (solía ser que no) acompañar a su padre o esposo. Si a ese balanceo lo acompañaba con algún tipo de arqueamiento de cejas o de cerramiento de párpados sabían de inmediato el sentimiento que quería transmitir. Eran muchos los años transcurridos descifrando ese código.

Matías nunca daba besos. Como a él le gustaba decir, no debían mezclarse las cosas del empleo con la intimidad; y es que Matías tenía un empleo un tanto peculiar: era registrador de besos. Cada mañana, los registraba uno a uno según su denominación, la persona que lo realizaba, el día, la hora, la situación y hasta el sabor que sugería.

“Número de referencia: 57.213. Beso fraternal. Varón de 33 años y mujer de 36. 15 de diciembre. 19:30. Pasillo de la casa de ella. Algo soso. Pan de molde.

Nº de referencia: 62.498. Beso de despedida. Mujer de 34 años y varón de 38. 12 de marzo. 23:12 horas. Quicio de la puerta de casa antes de la ruptura definitiva. Amargo. Almendra.

Nº de referencia: 75.801. Beso de amante. Varón de 42 años y mujer de 37. 6 de junio. 00:30 horas. Dormitorio de casa ajena. Picante y húmedo. Marisco y cava.

Nº de referencia: 91.956. Beso formal. Mujer de 45 años y mujer de 48. 8 de octubre. 11:25 horas. Calle. Insípido. Acelgas con patatas.

Nº de referencia: 116.227. Beso de niño. Varón de 8 años y mujer de 54. 24 de febrero. 18:47 horas. Salón de casa de visita. Ligeramente dulce. Buñuelo de viento, más viento que buñuelo.”

Tenía estanterías llenas de archivos perfectamente ordenados y repletos de tipos de besos. Centenares de archivadores se amontonaban cubriendo las paredes del despacho. Allí se almacenaba buena parte de la historia afectiva de la localidad pero desprovista de toda la ternura que pudiera enturbiar la objetividad del registro. Matías era la persona idónea para ello. Dispuesto a no dejarse avasallar por un sentimentalismo traicionero que le llevara a perder la dignidad por la que tanto había luchado, hacía abstracción de cualquier posible apasionamiento, de cualquier indicio de apego a los rincones más sensibles del ser humano, esos más proclives a las concesiones y a la derrota. Había ido reduciendo su oficio a puro esquema en el que poder señorear a sus anchas sin rendirse a latidos extraños que no pudiera controlar, desterrando de su interior cualquier inclinación a sentirse partícipe de las vicisitudes ajenas. Aquellos legajos que incluían la crónica afectiva de los demás se habían convertido sin embargo para él en una coraza con la que defenderse de las amenazas que creía vislumbrar en el discurrir de las vidas con las que a su alrededor se encontraba. Se había construido en la distancia y en la distancia quería seguir habitando.

Esa mañana un movimiento extraño se producía reiteradamente en su estómago, un reflujo permanente hacia su boca le hacía sentirse incómodo. Debería haberse quedado en casa, ese esfuerzo que estaba realizando nunca sería suficientemente retribuido. Se movía de un lado a otro del despacho con la inquietud propia del que se encuentra allá dónde nunca debería estar. Refunfuñaba entre dientes mientras cargaba con desgana con decenas de actas y certificaciones, intentando poner orden en aquel maremagnun de documentos. La tarde anterior el inspector le había hecho desbaratar su inmaculado orden y las altas horas en las que finalizó no era momento de ponerse a recoger. “¿Qué pretendían esos burócratas? ¿Adónde querían llegar?”, mascullaba entre dientes mientras se subía a aquel pequeño taburete para intentar llegar a lo más alto de la estantería. Y para colmo ese malestar que no le dejaba concentrarse en su tarea. No se trataba de que su tarea mereciera mucha más atención de la que ya le estaba dedicando, sino de que esa llamada de su organismo le obligaba a recordar que estaba hecho de materia y que estaba sujeto a los avatares de la vida.

Nunca llegó a saber si se trató de un desvanecimiento o fue una simple pérdida del equilibrio provocada por la inestabilidad de aquella carcomida banqueta, el caso es que cuando se dio cuenta se encontró caído en el suelo cubierto de centenares de papeles que le tapaban casi por entero. Reparar todo aquel desorden le llevaría horas, se vería obligado a leer uno a uno todos aquellos escritos y a encontrar el sitio exacto para ser guardado cada uno de ellos. Dolorido por el suceso en su fuero interno (en su fuero externo sólo había producido una leve deriva hacia la izquierda de su corbata) se puso manos a la obra, releyendo uno a uno aquellos impresos, sentado a horcajadas en el taburete de la discordia. Beso a beso los leía sin el más mínimo ápice de conmoción, se trataban para él de besos no sólo sin sentimiento sino incluso de besos sin labios, resecos por la frialdad lejana con la que los contemplaba. Pero beso a beso, entre lamentos y protestas, fue internándose sin querer por los pasillos de su memoria sentimental, aquella que creía definitiva y afortunadamente enterrada. Evocó con ellos los luminosos dormitorios y los oscuros sótanos en los que se desarrollo su infancia y por los que transitó su adolescencia. Caminos que le fueron conduciendo hacia la referencia 3.212: “Beso maternal. Mujer de 45 años y varón de 9. 15 de abril. 9:00 de la mañana. Dormitorio del niño. Olor a pan tostado y a rosquillos caseros”.

La recordó, amasando la harina a la luz del ventanal de la cocina mientras en el puchero borboteaba el potaje del día; cantando el despertar diario mientras alzaba la persiana de su habitación; recostada sobre su cuerpo somnoliento ofreciéndole el pasaporte para iniciar el día con nuevos sueños que recobrar. El beso con el que se iniciaba la jornada. “Buenos días, cara de rosa”. El beso con el que también concluía. El beso con el que le cerraba los ojos y otorgaba descanso al esforzado guerrero de cientos de inútiles pero fructíferas batallas.

Caminó de vuelta a casa con esa dignidad que tan afanosamente había conquistado. Midió cada uno de sus pasos, cada uno de sus gestos. Saludó con un leve balanceo de cabeza a cada uno de los conocidos con los que se iba encontrando. Regresó a su casa recubierto de la formalidad que le distinguía, con sus gafas montadas al aire, con su traje impecablemente planchado, con su bastón de puño nacarado. Incómodo, no obstante, por ese eco primitivo que se le había agazapado en su interior. Como todos los días se acercó a casa con esa solemnidad con la que había aprendido a manejarse casi sin proponérselo. Como todos los días se hizo con el bastón en su mano izquierda antes de abrir la puerta con esa honorabilidad con la que se comportaba casi sin ser consciente. Como todos los días si no fuera por ese eco originario resonando en su interior. Giró la llave y penetró en su hogar, vio a su mujer a la luz del ventanal de la cocina. Ella le saludó con un leve balanceo de cabeza. Como todos los días. Él se acercó y la besó en los labios.



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