Etiquetas

jueves, 30 de junio de 2011

EL VALOR DE LA EXPERIENCIA Y LA GENERACIÓN NI-NI


A Flora, escolar merecidamente homenajeada.

En la época de la generación ni–ni (ni estudia, ni trabaja), terrible drama se mire por donde se mire, agravado por el riesgo evidente de generar, en ocasiones, la acomodación dentro del abandono social, la acomodación a una mínima red familiar y social, acomodación que conlleva la pérdida de la capacidad de iniciativa, el descenso de la autoestima, la inutilidad para enfrentarse a los avatares de la vida y abocada a una situación crítica de descenso de la llamada calidad de vida, de pérdida de seguridades y beneficios sociales; en esta época no huelga volver la mirada hacia otra situada en sus antípodas generacionales y en las de experiencias vitales. Me refiero a la de hombres y mujeres (fundamentalmente mujeres) ya situados en el final de su vida, sobrepasada la década de los ochenta, mujeres que no tuvieron ocasión de estudiar, que sufrieron importantes carencias, que llegaron a pasar hambre, que convivieron desde la infancia con el dolor y la muerte, que la vida les rompió y se empeñaron en recomponerse una y otra vez, que no supieron nunca qué era eso de no trabajar, cubrieron necesidades y espacios en la economía doméstica, sacaron adelante a la familia cuando fue necesario buscando como fuera donde encontrar ese, a veces, miserable salario, y que, en cualquier caso, desempeñaron una jornada laboral interminable en el hogar, a veces, hasta la extenuación. Y aquí están rotas y rehechas, caídas y ahora en pie, golpeadas y sobrevivientes. Aprendieron a la fuerza a salir adelante entre tinieblas, a sonreír entre lágrimas, a caminar entre obstáculos, a soportar las adversidades con estoicismo y las alegrías con prudencia, a servir de referencia aunque condenadas al ostracismo, a vivir prescindiendo, a colocarse en todo momento en un segundo plano pero siempre en la primera línea de apoyo. Austeras hasta en las emociones, curtidas en los deberes y relativizando sus derechos. Hoy más que nunca, la sociedad que idealiza la juventud debe fijarse en ellas so riesgo de construir ídolos con los pies de barro, de perderse ella misma en el fango, de desaprovechar ensoberbecidos por la época del tecnicismo acaparador el magnífico capital de la experiencia vital.

Como muestra un botón muy cercano a mí. La viudedad es algo muy común en esta generación y con ella la inevitable soledad, las pensiones raquíticas, la obligación de rehacer una vida que antes se encontraba marcada por el papel predominante del hombre en una sociedad que relegaba a la mujer a un papel secundario. Pero cuando una puerta se cierra otras se pueden abrir, pero es necesario empeñarse en buscarlas. Y también a esa edad es posible ir al encuentro de lo que antes fue negado, por ejemplo las letras, la ventana abierta al mundo. Aprender a leer no es un capricho de un tiempo de holganza, forma parte de un replanteamiento de un proyecto de vida, forma parte del despertar de la curiosidad necesaria para crecer como persona, y siempre se puede crecer hasta el momento final, representa un apoyo necesario para la sociabilidad, es también un instrumento que facilita abrir la puerta de la casa que hasta entonces se encontraba cerrada y salir al mundo, y encontrar el papel propio en él. Siempre es posible construir un futuro, un futuro de años, de meses, de días. Un futuro que dé sentido al presente. Ese botón es Flora, 90 años, mi suegra, hoy lectora incansable, ayer carecía de las habilidades mínimas para ello. Es un botón pero también es una referencia, la del trabajo incansable para los demás, la de la conciencia de ser en la medida en que más se da, la de la seguridad de que hay puerta para salir de la noche aunque esa puerta no esté exenta de sufrimiento. ¿Podrá esta generación ni-ni encontrar de igual manera su lugar en el mundo? ¿Podremos todos, los fabricantes de una sociedad ni-ni (ni chicha ni limoná, ni sueños ni ilusiones, ni ambición ni humanidad) aprender de estos hombres y mujeres (sobre todo mujeres) que supieron remar contra viento y marea y plantar los cimientos de una realidad que hoy estamos a punto de desperdiciar?

LOS CALCETINES



Siempre resultó un enigma para mí el destino final de los calcetines que desaparecían en la lavadora, las decenas de parejas bien avenidas que se deshacían, el agujero negro que parecía esconder.

Acostumbraba a poner la lavadora por las noches, cuando volvía a casa del trabajo. En ocasiones había quedado preparada previamente, en otras me veía obligado a rellenarla con rapidez antes de que mis párpados terminaran de cerrarse. La ponía en funcionamiento y me echaba a dormir. Nunca me he considerado una persona obsesionada pero reconozco que esa pregunta fue adquiriendo cuerpo en mí a medida que me sentaba a emparejarlos y siempre, matemáticamente, uno de ellos parecía mirarme al final henchido de soledad. Él y yo, en el silencio de la noche, mirándonos uno a otro, yo con una pregunta y él con una respuesta escondida entre sus hilos.

La pregunta empezó a acompañarme a la cama, al principio como una sutil nube que pronto se difuminaba mezclándose con las imágenes que me habían acompañado en el día, pero que poco a poco fue convirtiéndose en un denso nubarrón, estúpido, que permanecía allí e iba ocultando cualquier otro recuerdo que quisiera hacerle resistencia. Qué estúpida preocupación, qué estúpido yo. Con una sonrisa irónica cerraba los ojos y me echaba a dormir. En la noche la lavadora avanzaba en sus programas, devoradores de calcetines.

Quizás la cosa no hubiera ido a más si una de las tardes en las que regresé a casa no me hubiera encontrado con una nueva sorpresa. Había sido un buen día, llegaba excitado en mi virilidad y reforzado en mi hombría. Satisfecho de mí mismo. Puse la lavadora y me senté a doblar la colada anterior. Saboreaba entonces los momentos del día y para nada en mi mente ocupaban espacio alguno ni calcetines ni cualquier otra prenda. Iba doblando una a una y las iba apilando a la espera de la plancha. En el estado de feliz ensoñación en el que me encontraba decidí comenzar a emparejar los calcetines. Una pequeña risa salió de mí. Aquella noche contemplaba todo lo de la vida con humor. Fui emparejando uno a uno. Me había acostumbrado a contar los pares que echaba a lavar. Habían sido cinco. Conté: una, dos, tres, cuatro… y cinco parejas. Estaban todas. ¿O no? No reconocía una de ellas y, sin embargo, estaba convencido que faltaba otra. ¿Cómo podía ser posible?

Bajé a tierra en un instante. La pompa explotó de golpe y yo con ella. Todos los órganos de mi tronco se contrajeron. Se buscaron unos a otros y yo escuché el silencio de mi casa.

Y en el silencio, la risa. Acudí sobrecogido hasta la lavadora. Puedo jurar que reía. Una carcajada cruel salía de su tambor. Había bebido algo esa tarde pero no lo suficiente como para sufrir alucinaciones. Miraba el electrodoméstico parado en la esquina de la terraza de mi cocina. Inmóvil. Y, sin embargo, lo veía burlarse.

Fue entonces cuando todo empezó a cambiar. Aumenté la frecuencia de los lavados hasta llegar a hacerlos diarios. Comencé a lavar una vez tras otra la misma ropa, no importaba si se encontraba sucia o no. Aquello se convirtió para mí en una obsesión. Y la burla continuó. Continuaron desapareciendo calcetines pero luego ese infernal aparato empezó a esconderme otras prendas: una camisa, una corbata, ropa interior. Una noche me devolvió un calcetín marrón que me había hurtado hace meses. Allí estaba intacto y solitario.

No podía quitarme de la cabeza ese disparate. No era capaz de compartirla con nadie, me hubieran tomado por loco. La paranoia empezó a ocupar más y más minutos de mi día. Dejé de relacionarme con mi gente. Sólo vivía para una insensatez: poner la lavadora sin descanso.

Y empecé a no dormir. Me sentaba frente a ella a la espera de encontrar el momento en el que esa infame criatura decidía arrebatarme una prenda. Dos. Tres. Prelavado. Lavado. Centrifugado (mis ojos viajaban sin control siguiendo la ropa en su interior). Aclarado. Incapaz de descubrir el truco de nuevo esa mefistofélica máquina me había robado otra prenda.

Y vuelta a empezar. Volvía a encerrar la ropa húmeda en el interior del tambor y apretaba la tecla de inicio. Una y otra vez. Una y otra vez. Prelavado. Lavado. Centrifugado. Aclarado.

Ahora sólo espero que alguien me eche de menos. Venga aquí. Detenga este maldito aparato, abra su puerta y me saque de dentro.

miércoles, 8 de junio de 2011

RELEVOS



Cuando nadie lo esperaba surgió el movimiento 15-M, cuanto menos una llamada de atención del camino marcado que seguimos. La juventud perezosa se ha desperezado, la madurez, sorda pretende seguir mirando hacia otro lado. Juventud, esperanza y miedo a la vez. Motivo de orgullo y de humildad. ¿Qué somos? ¿Qué hemos hecho? La juventud nos pone delante el espejo. A menudo no nos gusta lo que vemos reflejado y tendemos a echar la culpa a quien soporta el cristal sin querer ser conscientes de que entre ambos extremos siempre hay una continuidad y es esa noción de continuidad la que hay que transmitir. La existencia es un proceso compartido en el que ellos nunca parten de cero sino desde el punto en el que nosotros les dejemos partir. Es ese proceso en el que los focos han dejado de iluminarme para pasar a alumbrar a otros el que he vivido estos últimos días. Mi hijo mayor ha cumplido dieciocho años, acabó los estudios de bachillerato, comienza una nueva etapa en su vida lejos de nosotros. La vida continúa. Pablo, hijo de unos amigos y amigo, nos demuestra encima de un escenario que el futuro está en sus manos y que ese futuro ya ha empezado a hacerse presente. La vida continúa.





La vida es una carrera de relevos y la clave está en el testigo, nosotros somos simplemente corredores responsables de recorrer una distancia determinada y de realizar correctamente el pase. Es ese tubo rígido que ha de pasarse de mano en mano evitando que se caiga el que da sentido a la carrera, es allí donde se concentra la atención. Correr todo lo rápido posible y hacer la entrega en el momento adecuado y de la manera adecuada para evitar su caída. Es ese tubo el que une a los dos corredores, al que entrega y al que recibe. Nuestra tarea es no perderlo y entregarlo adecuadamente. Somos servidores de ese testigo: nuestros sueños, aquello que perseguimos, aquello que quisimos ser, aquello que somos, los estímulos a los que respondemos, de la manera en como lo hacemos, nuestros aciertos, nuestros errores, lo que tenemos, lo que nos falta, la cara que mostramos, las tinieblas que llevamos dentro, los valores que vivimos, el discurso que tenemos, lo que nos place, lo que nos perturba. Lo que somos y lo que no hubiéramos querido ser.





En estos días pasados he tenido la oportunidad de visualizar que el testigo está entregado y que son otros los que inician su carrera. La zona de aceleración ya ha terminado y ya estamos en la de entrega. Es necesario ceder el testigo en ella, ya no es nuestro, no podemos pasarnos de sus límites con él en las manos. Hemos corrido hacia la meta, pero no nos corresponde a nosotros entrar en ella. Una vez el testigo en sus manos, será su carrera, su esfuerzo, su meta, aquella que tampoco cruzarán. Será su testigo, aquel que reconoceremos y que no. Lo habrán hecho suyo para que después sea de otro. Su carrera será la de todos, aquella que no sabemos donde se inició y de la que no vislumbramos su final. Con él en las manos podrán rectificar el camino si así lo consideran, no se trata de dar vueltas y vueltas a la noria, de dejarse llevar por la inercia, de correr hacia un abismo sin poner nada de su parte. Su final será el comienzo de otros. Podemos elegir ese punto de entrega y qué testigo damos. Lo harán mejor que nosotros. Ya lo hacen mejor. Lo moldearán más acertadamente. Contendrá su ADN. Su huella.





El placer de la carrera, el placer de vivir. El esfuerzo, el dolor de vivir. Correr y verlos a ellos esperando nuestra llegada. Acelerar, el testigo bien sujeto en la mano. Dar la señal. Él lleva su brazo hacia atrás para recibirlo, la mano bien extendida; ya lanzado a la carrera. Depositar el tubo en su mano y desacelerar. Ver como se aleja. Jadeando, poder sentarse en la pista y contemplar su carrera. Disfrutar del momento. Descansar. Por fin descansar.




La maza... el téstigo. Gracias, Pablo.