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martes, 15 de noviembre de 2011

APRENDER A NADAR


Estoy dándole vueltas estos días a un símil de la famosa y omnipresente crisis. El sistema que hemos gozado o sufrido nosotros, se va a pique. Me refiero al nuestro, a la parte que nos corresponde. El Sistema, con mayúscula, temo que tendrá recursos más que suficientes para realizar los ajustes estratégicos y geográficos para sobrevivir manteniendo su esencia. Pero el de aquí, se va a pique. Se trata de un barco a la deriva del que estamos empeñados en que realizando los ajustes y los arreglos necesarios podrá volver a navegar, y en esas estamos, o dilucidando cual será el capitán adecuado para sacarlo de nuevo a flote y llevarlo a buen puerto. Y mientras, la tripulación entretiene al pasaje con estos asuntos, y ese pasaje se encuentra dividido y enfrentado apoyando a uno o a otro candidato para comandar el barco. Y no faltan aquellos que quisieran ser candidatos, reclamando que se les escuche y reiterando una y otra vez sus recetas para salvar esa crisis sin demasiadas consecuencias. Pero, no lo entendemos, el barco se va a pique y quizás estamos perdiendo un tiempo precioso discutiendo sobre quién y cómo resolver el problema. Y, mientras tanto, el barco se hunde. Quizás lo que debiéramos es aceptar la inevitabilidad de este suceso y disponer otras soluciones de emergencia. Quizás hay que hacer el esfuerzo necesario para enseñar a nadar. No se trata de lanzar un sálvese quien pueda, se trata de enseñar y aprender a nadar lo suficientemente bien para salvarnos a nosotros y ser capaces de salvar a todos los que se encuentren en dificultades. Se trata de reaprender a vivir. Reaprender a vivir, aprender a nadar, como parte prioritaria de todo discurso, como elemento imprescindible de cualquier política, como piedra primera de toda sociedad, y, solo, a partir de ahí, plantearse hacer un barco nuevo.

No se trata de repartir responsabilidades a partes iguales en este desastre, ni mucho menos. Aquí también hay, por supuesto, víctimas y victimarios. Una enorme cantidad de las primeras y un reducido número de los segundos que agazapados, más o menos, en la sombra, se dedican a azuzar a los mercados (entes abstractos a los que todos quisiéramos verles la cara para decirles unas cuantas cositas) y a arrojar a la multitud la carnaza de chivos expiatorios para que la devoren con saña y calmen en esa agresividad su impotencia. No se trata, pues, de una culpa equidistante, pero sí de admitir que muchos hemos entrado estúpidamente en el juego y que hemos pretendido disfrutar de él. Que nos hemos dejado seducir por los múltiples y variados “pan y circo” que la sociedad de consumo nos ofrece, y que hemos ido incorporando, poco a poco, sus formas, primero, para después hacer nuestro, sin darnos cuenta, su fondo. La forma en como esa sociedad ha ido construyendo los replicantes necesarios para mantenerla a flote, de tal manera que ya no es fácil distinguir quién es producto de quién, si la sociedad de este humano o este humano de la sociedad. El caso es que hemos perdido la capacidad de vivir sin los caramelos que nos mantienen enganchados y parecemos condenados a morir ahogados desde el momento en el que empiezan a sernos arrebatados. Hemos perdido la capacidad de vivir de una manera solidaria, ayudando al otro, de tal manera que como en el poema de Bertolt Brecht, cuando nos llega a nosotros el turno, ya es tarde; la capacidad de ser sin supeditarlo al tener, de tal manera, que cuando este desaparece nos vemos inmersos en el síndrome de Cotard; la capacidad de mirar y pensar por nosotros mismos, la de crear algo distinto sin las pautas que nos ordenan y los dirigen. Nos hemos dado cuenta de que no sabemos nadar en aguas turbulentas.

Pero la tentación más fácil es reparar el barco y seguir siendo quien somos y como somos. Los que abrieron los boquetes en él ahora nos dan lecciones sobre como repararlo. Que continúe la música y poder seguir bailando. La música cada vez más fuerte para no oír los lamentos que vienen de fuera, y bailando sobre la tarima hecha de la madera de los féretros con los que se ha ido construyendo el barco. Danzad, danzad, malditos, hasta caer extenuados sin llegar a entender la miseria de esta loca diversión. Pero el barco se hunde, y no puede repararse, y no debe repararse, tendremos que aprender a nadar, al fin podremos nadar, libres de los grilletes que nos han mantenido aferrados de por vida a este barco abyecto.





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