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domingo, 26 de febrero de 2012

EL DISCÍPULO Y EL MAESTRO




El maestro desgranó ante su alumno cada una de las dudas principales que él tenía sobre la vida, de las respuestas que no compartía, y le expuso la peculiar visión que él tenía sobre cada uno de esos puntos, unas veces ingeniosas, otras heréticas, siempre provocadoras, siempre inusuales, siempre heterodoxas.
- Ahora quiero que reflexiones acerca de todo lo que te he dicho y que dentro de unos días, cuando tú lo consideres conveniente, me expongas tu visión.
El alumno marchó a casa un tanto desconcertado, pero no necesitó muchos días para decirle al maestro lo que le había pedido. Cuando se sentó ante él y comenzó a enumerar su visión acerca de todo lo que le había sido expuesto, vino a decir que, después de haberlo reflexionado detenidamente, había comprendido su perspectiva y que estaba de acuerdo con todo ello, y relató de la a a la z la lección del maestro.
- Veo que no comprendiste nada – le respondió enojado este.
La duda y el error son el camino para el conocimiento. Quien solo tiene certezas imagina vivir en la luz desde un cuarto completamente oscuro. Aquel que no sabe reconocer sus errores no es libre y simula hacer kilómetros sobre la cinta de la estupidez. Solo quien contiende con la duda tiene la valentía de vivir sin dogmas, solo quien se enfrenta a sus errores puede avanzar pues se deshizo del insufrible lastre de la infalibilidad.
La realidad es sumamente compleja, nadie es capaz de percibir todas sus caras, pretendemos conocer el todo y solo hemos llegado a palpar parte del elefante,  presumimos a gritos de omnisciencia sin habernos quitado la venda de los ojos. Solo ayudado por los ojos de los demás podré acercarme a una imagen más ajustada de esa realidad, especialmente por los ojos de aquellos que tienen sus pies en el fango, que habitan los intestinos y las cloacas, que contemplan las vergüenzas en toda su crudeza y son capaces de transmitirlas sin mordaza por inocencia o decisión.
Porque solo lo que no se quiere oír es lo único que es verdaderamente necesario decir. Aquello que no se toca es lo que hay que tocar, aquello que no se saborea es lo que hay que gustar, aquello que no se huele es lo que hay que oler, aquello que no se ve es lo que hay que ver, aquello que no se oye es lo que hay que oír. Es necesario sentirse extranjero en la patria de uno para poder entenderla. Solo el contraste educa la sensibilidad y la lucidez, solo desde la antítesis podemos llegar a la síntesis.
Solo se aprende del que piensa distinto y de aquello que se desconoce. Quien me ofrece la cara que no quiero o no puedo ver es a quien merece la pena escuchar y con quien puede ser útil dialogar. Nos satisface oír lo que ya creemos para poder así confirmarnos en el gregarismo, jaleamos nuestra insignificancia mientras cerramos la puerta del establo para que nadie tenga la tentación de escapar. Para ser lo que yo soy y pensar lo que yo pienso para eso ya estoy yo, solo el otro merece ser mi compañero alrededor del fuego.
Es la forma de pensar, cómo se utiliza la cabeza y el corazón, lo que importa transmitir, no aprender el catecismo. Asumir los riesgos para estar en paz interior, pero será una paz conflictiva porque será la paz de cada uno no la del redil. Atreverse a adentrarse en las tinieblas para encontrar la luz, pero será una luz tenue, suave, a la que poco a poco nos iremos acostumbrando y desde un principio veremos como en sombras, porque será nuestra propia luz, no el destello cegador con el que la soldadesca nos introduce en batallas que nunca han de ser las nuestras, mientras los señores sin rostro vigilan desde la cima de la montaña.
Un día, a caballo entre la rigidez del invierno y los apuntes modestos de una primavera, el alumno se presentó en casa del maestro con  un rostro cambiado.  
- Creo que eso que ha dicho no es del todo cierto – le espetó en un momento de la conversación al maestro.
- Veo que al fin me has comprendido. – le respondió él con una sonrisa en el rostro.

jueves, 23 de febrero de 2012

COSAS QUE HE APRENDIDO CON LA JODIDA ENFERMEDAD



En una entrada anterior de este blog hacía referencia al sentimiento de ser un hombre afortunado y lo relacionaba con la esclerosis múltiple, enfermedad que padezco. Aun cuando aclaraba que esa relación no era causal e intentaba explicar la asociación, parece que no llegué a hacerlo del todo bien. Hubo quien, con lógica y sentido común, decía que él/ella no podía sentirse afortunado por padecer esa enfermedad (o cualquiera). ¡Faltaría más! Mi fortuna reside no en la jodida enfermedad sino en la capacidad para enfrentarme a ella y, en algunas cuestiones salir bien parado, y, sobre todo, en las circunstancias humanas y sociales que me rodean y que me han ayudado a lo anterior. Esto último es fundamental, el mérito para superar un trauma, con esas circunstancias, es relativo; el verdadero valor reside en hacerlo sin ellas. Cualquier golpe o revés, trae consigo una conmoción, pero también, aunque suene frívolo, una oportunidad de crecimiento, con heridas, cicatrices, ausencias, pero de crecimiento personal. Por supuesto, hay golpes y golpes, del mismo modo que hay circunstancias y circunstancias. En mi caso, he tenido la oportunidad de aprender algunas cosas.
Convivir con la incertidumbre. Para mí, el pasado ya no existe, simple evocación, el futuro tampoco, mera ensoñación, solo existe el presente. La enfermedad es una montaña rusa en la que eres incapaz de vislumbrar el camino que te queda por delante. Nunca sabes hasta donde continuarán tus bajadas, como también desconoces cuando se detendrán tus remontadas. Tu situación de este instante no garantiza como te encontrarás momentos después. La incertidumbre es un elemento consustancial a la dolencia, solo te queda dejarte marear por su vértigo o aprender a convivir con ella. Convivir es alcanzar un punto de equilibrio en el que dejes de llorar por el que fuiste ayer, donde no vivas asustado por tus momentos de caída pues es posible que la remontes mañana, donde no te dejes llevar por grandes ilusiones en los momentos de remontada pues es posible que esa suerte te vuelva la cara. No concentres tu mirada en ti pues solo eres un interrogante. Aprovecha el día sin esperar al mañana (Carpe diem), somos ciudadanos del presente.
No tengo futuro. Sé que suena mal, pero solo es el miedo a ciertas afirmaciones. No tener futuro, aparentemente tan deprimente, sin embargo, me relaja. Tengo por delante un corto o largo presente, sin más preocupación para mí que vivirlo lo más intensamente posible. No he de aspirar a nada salvo a disfrutar de él. No tener más ambición que no tener ambiciones personales, dedicarme a jugar la vida y prescindir de los meta-juegos o meta-meta-juegos en los que he perdido parte de ella embarcado en una ficción con destino a ninguna parte. Vivir, simplemente vivir. Vivir y hacer vivir. Abrir futuro a los demás desde mi presente. Disfrutar de las largas avenidas que ellos tienen por delante, no exentas, como no, de problemas y sufrimientos. Es la vida que tendrán que protagonizar, la historia que tendrán que escribir. Enseñar a leer el pasado como argumento para ir construyendo mejores presentes. Mi futuro no me importa, mañana será un nuevo día, un nuevo presente, que tendré que afrontarlo con sus propias características.
Se trata de asumir que el control que tenemos sobre nuestras circunstancias es escaso, lo único que podemos controlar es la actitud y resolución con que respondemos a esas circunstancias. Hay que resistir la tentación de desear constantemente que todo sea diferente, en vez de ello debes aceptar sin miedo esas circunstancias; cuánto más asumas esa realidad sin tratar de negarla más capacidad tendrás para modificarla. Todo lo negativo puede tener su cara positiva. Perder una batalla puede exigirnos más creatividad, agudizarnos el pensamiento y hacernos más fuertes ante los golpes de la vida.
Descubrir los beneficios de la vida lenta. A menudo digo que para mí las distancias se me han alargado y el tiempo se me ha hecho más corto. Necesito mucho más tiempo para poder hacer lo que hacía antes. Paradójicamente, como consecuencia de ello, ahora dispongo de mucho más tiempo. Hay cosas que he tenido que renunciar a hacer, otras he debido dosificármelas y otras planteármelas con más tranquilidad. Tengo tiempo para invertir en aprender, demasiado tiempo para una cabeza si se usa mal, provechoso si el uso es bueno. Aprender todo aquello que esté a nuestro alcance, especialmente, lo que, por costumbre, hemos ido aplazando, lo necesario para centrarnos siempre en lo urgente; lo necesario, por lo que no nos dan títulos ni sirve para triunfar en sociedad pero que constituye la verdadera sabiduría y lo auténticamente gratificante: ver crecer a tus hijos, disfrutar de una sonrisa, de un beso, de un abrazo, de una caricia, tiempo para leer un buen libro, gozar de una puesta de sol, de un paseo, de una conversación entre amigos, de una conversación banal o de una profunda (de esas que podemos contar con los dedos de una mano), poder redescubrir el placer y las posibilidades del aburrimiento, no tener prisa para alcanzar el éxito, la ansiedad por terminar, puedes permanecer en una cosa hasta hacerla bien.
Perder el miedo. Estamos rodeados de miedos, nos hemos convertido en expertos en miedo, como dice José Antonio Marina en su libro Anatomía del miedo, pero se trata, en su mayor parte, de miedos disparatados, con inmensa facilidad nos sentimos amenazados; nos encontramos sometidos a una sobreexposición emocional, a través de múltiples medios, a miedos cuya posibilidad real de que nos afecten sus causas es mínima, ridícula incluso. Vivimos en una sociedad del riesgo (riesgos acechando en cada uno de nuestros movimientos, en cada uno de nuestros instantes) que aspiramos inútilmente a convertir en la del no riesgo. Aspiramos a disfrutar de una vida sobreprotegida que nos terminará por anular como personas racionales y morales. Queremos anular toda hipotética amenaza de nuestra integridad física y de nuestra calidad de vida sin llegar a plantearnos este concepto entre interrogantes.
Perder el miedo a la muerte. La muerte es el primero de nuestros miedos. De una sociedad en la que la convivencia con ella, desde la misma infancia, era algo habitual por lo que acostumbraba a verla como algo natural, hemos pasado a otra en la que la muerte se ha ido distanciando de nosotros, en el tiempo y en el espacio, la hemos ido recluyendo en la última habitación de nuestra sociedad, aquella que tiene el paso restringido, convertida en una desconocida en la que no hay que pensar. Pero somos mortales y es necesario hacernos plenamente conscientes de ello, en mi caso, en nuestro caso, con un estímulo, la amenaza de nuestra progresiva degeneración puede hacernos ver que lo peor no es esa muerte sino el posible largo tránsito hacia la misma. Desde aquí la muerte puede ser percibida incluso como una liberación, esa consciencia de la muerte segura puede ser algo positivo. La muerte es un fin seguro e indefinido del que ya hemos empezado a participar un poco, debería ser un acicate para darnos prisa en hacer lo que tenemos que hacer. Lo preocupante no es la muerte en sí, sino la vida desperdiciada. Si la tememos nos hacemos más débiles, incapaces de vivir con la intensidad que tenemos que hacerlo, cuando desaparece ese temor, ¿qué nos puede preocupar? Formamos parte de una vida que nos sobrepasa y en la que no somos sino un mero eslabón, nuestra preocupación no ha de ser ceder el testigo a otro eslabón, sino hacerlo sin haber cumplido con nuestra función.
Perder el miedo a pensar y actuar por mí mismo. Me atrevo a decir que durante toda mi vida, en diferente graduación y de diferentes maneras, esta ha sido una característica mía, creo que los que me conocen de cerca así lo pueden atestiguar. Cualidad nada cómoda ni para mí ni para los que me rodean. Pero la esclerosis y una de sus consecuencias, la jubilación, ha venido a acrecentar esa libertad (que para nadie será alguna vez completa). He trabajado para otros y esos otros, que no necesariamente han de tener nombres y apellidos, no necesariamente han de verse encarnados en personas concretas, han sido propietarios de mi trabajo y, por lo tanto, de mi imagen y de mi voz. Eso se acabó. He pensado por mí mismo y, muy a menudo, a contracorriente, he de seguir haciéndolo y en aquello que desee y considere importante para mí; ahora soy plenamente dueño de esa imagen y de esa voz, sin tener que dar cuentas a nadie de ello. He perdido pudor y he perdido temor a las consecuencias. La repercusión de lo que yo haga o diga puede ser minúscula, ¿qué me ha de privar, entonces, de la libertad de hacerlo? No tengo nada que perder pero tengo mucho que ganar en cuanto a libertad y autoestima. La guía de mi vida ha de ser hacer lo que es apropiado para mí y para los míos, y en ese “para mí” es hacer lo que me haga crecer moral y humanamente; se acabó vivir la vida que me marquen los demás. Puede ser que mi margen de actuación sea escaso, pero ese espacio que yo construya será mi hogar, podré ensanchar las paredes de esa prisión en la que me pueda hallar.
Perder el miedo a las palabras. Para pensar necesitamos el lenguaje, en la medida en que castramos este castramos también el pensamiento. Hay palabras, sobre todo las más importantes, que se encuentran cargadas de simbolismo, simbolismo que produce un estímulo-respuesta de adhesión inmediata o rechazo. El uso de una jerga o la exclusión de palabras de otra nos identifica con un grupo social, ninguno de nosotros somos entes aislados o completamente equidistantes, tampoco yo, pero ese ejercicio de autocensura en el habla supone un ejercicio de autocensura igual en el pensamiento, sin que esté claro qué se encuentra antes, si el huevo o la gallina. Ya me ha llegado el momento de ir prescindiendo del mismo.
La jodida enfermedad me ha dado tiempo y deseos para la introspección, para hablar hacia dentro, hacia las profundidades de mí mismo, un hacerme consciente de mis propias vivencias y cortar con ello cualquier conducta autómata. Ese hablar hacia el centro de mí mismo me llevó a tener la necesidad de rescatar todo un vocabulario, referido al yo más profundo, que tenía en parte silenciado, un vocabulario que no es propiedad de ninguna institución ni de ningún grupo social, y al que si renunciamos por prejuicios no estamos sino cercenando nuestro yo. Bondad, culpa, inocencia, perdón, virtud, prudencia, templanza, caridad, fe, dios, Dios, pobreza, misericordia, ternura, humildad, soberbia, amor, emoción, empatía, sentido, vivir, morir.
Perder el miedo a hablar de uno mismo y de lo profundo. La introspección no implica solo hablar con uno mismo, sino, con ello, darse cuenta que lo más importante está por decir, que agotamos nuestro tiempo y nuestra saliva en conversaciones que, a lo sumo, nos tocan de refilón. Conversaciones triviales, conversaciones que nos eluden y que casi nunca nos ponen en cuestión. Me aburren, me deprimen, me cabrean. Hay temas profundos que convertimos en superficiales, como la política. No todo es política como para que ocupe la mayor parte de los titulares y la mayor parte de nuestros diálogos, o dicho de otra manera, la política es mucho más que esa visión minimizada que nos empeñamos en reiterar. Empiezo a estar harto de ella, no por el tema en sí sino por su enfoque, conversaciones de crítica, raramente de autocrítica; de autoafirmación, difícilmente de autocuestionamiento; solo une lo primero, nunca lo segundo. Conversaciones de autoengaño.
No tocar las heridas ni las yagas, no tocar lo que duela ni lo que cuestione, no tocar nuestras contradicciones ni nuestras mentiras, no las debilidades ni las carencias, no aquello que nos obligue a pensar ni lo que nos interrogue. Ese parece ser el acuerdo tácito, el que nunca nos atrevemos a transgredir, la carnaza han de ser los otros. ¿Y qué puede haber más importante y enriquecedor que hablar de uno mismo, que hablar de nosotros?
Lo importante no es tanto el lugar en el que estás sino el papel que desempeñas. Resulta interesante preguntarnos por nuestro lugar en el mundo, tiene su glamour, pero se trata a menudo de una pregunta con trampa, tiene su coartada para escabullirse de la respuesta, pues casi nunca es fácil poder elegir ese lugar; eso nos justifica no solo el lugar en el que estamos sino también lo que somos, el papel que representamos en él, todo va en el mismo saco. Con la esclerosis los lugares posibles van disminuyendo hasta poder quedar reducidos a la mínima expresión, es la coartada perfecta, no hay elección para el lugar. No podemos elegir el lugar pero sí el papel que desempeñamos en él, ¿qué nos puede obligar a ser como no queremos ser? “podréis enfundar el tambor y aflojar las cuerdas de la lira pero, ¿quién podrá prohibirle a la alondra que cante?” (El Profeta, Khalil Gibran) Es por ello que la introspección siempre es pertinente y, por lo tanto, sigue siendo pertinente ahora. Resultan sospechosas las personas que mudan fácilmente de opinión, de criterios, de actitud, en función del lugar que ocupan y de los intereses creados; donde ayer dijeron digo hoy dicen diego, mientras que ayer eran de una manera hoy son de otra, mañana ya veremos. Representan el papel que les determinan o que les interesa representar. Carecen de criterios firmes y de una actitud reflexiva seria. Seguramente, el lugar no siempre se puede elegir pero sí el papel que desempeñamos en él, el tipo de persona que queremos ser, hacerlo será, sobre todo, un problema de valor; y seguramente el papel que desempeñemos nos irá llevando al lugar en el mundo al que estamos destinados.
No me arrepiento de mi pasado, aunque mi mirada retrospectiva me hace ver que algunos de los lugares que ocupé en él los eligió la parte más débil de mi yo, y mi presente se encuentra marcado por los temas esenciales a los que hice referencia anteriormente: bondad, culpa, inocencia, perdón, virtud… Mi papel, como siempre debería haber sido, ha de ser, dar testimonio de ellos allá donde me encuentre y como me encuentre.
No era así yo. Es una tristeza que uno deba aprender a base de traumas, aunque mayor tristeza es si estos ni siquiera sirven para aprender. Pienso que lo que he expuesto son cuestiones validas para cualquier momento de la vida; afortunadas las personas que se guían por ellas sin necesidad de que la vida les golpee. Que yo me haya tenido que ver en esta situación para ello solo pone en evidencia una cosa, que yo no era así, al menos, no lo era del todo; y el hecho de que hoy me las plantee no quiere decir que ya lo sea, me queda camino por recorrer, un camino seguramente sin final, mi final interrumpirá el caminar pero no el camino; solo espero que cuando llegue ese momento me encuentre medianamente satisfecho de esfuerzo realizado y que alguien llore por mí pero me recuerde con una sonrisa.

sábado, 18 de febrero de 2012

LOS ONIS Y YO


Como el pájaro que equilibra su vuelo, el maestro domina al oni.

Una buena amiga me dedicó un retrato, realizado por ella, con el texto que da comienzo a este escrito. Para los que lo desconozcan (yo lo desconocía), los oni () son criaturas del folclore japonés, similares a los demonios occidentales, personajes populares en el arte, literatura y teatro japoneses. Existen muchos tipos de onis, la mayoría de ellos son fuerzas malignas que causan desgracias y roban las almas a personas inocentes. No sé bien que imagen doy a las personas que me rodean para que con frecuencia coincidan en esa imagen de maestro japonés, sereno y firme, controlando los demonios, pero nunca termino de identificarme con ellas. Supongo que eso ocurrirá con la mayoría de las personas, la percepción que se tiene de alguien nunca es completa (podría uno preguntarse si llega a serlo para uno mismo), está en función de las situaciones en las que se le ha visto desenvolverse, del grado de confianza que exista, de la cantidad y la calidad del tiempo que se ha compartido. No me encuentro en ese ser relajado y templado, no lo soy, en ocasiones todo lo contrario; aunque el tiempo siempre aplaca a la fiera todavía hay ocasiones en las que esta ruge. Mi respuesta siempre es la misma, yo no soy ese, si hay alguien que me conozca bien ese soy yo, convivo conmigo cada segundo y soy el único que se asoma sin problemas y censuras a mi interior, conozco mis demonios. Me turban los halagos porque conozco mis contradicciones, puedo llegar a sentirme un hipócrita, un farsante (tenía que salir la palabrita). No sé si este sentimiento es generalizado, si todos (o casi todos) llevamos dentro esos demonios, si lo admitimos. Esos onis son variados, la tradición de las diversas culturas, por alejadas que se encuentren, tienen similitudes, pienso que su función viene a ser cercana a la que en nuestra tradición judeo-cristiana cumplía ese diablo que te acompañaba y siempre andaba tentándote. La posible faceta de generosidad, en mí, se encuentra acompañada por un oni que me insiste en el egoísmo. Aquel que se sienta a mi lado en el sofá, y con el brazo alrededor de mis hombros me convence de dejarme llevar por la comodidad, este lo sabe hacer, es seductor y nada agresivo, políticamente correcto, que con frecuencia logra convencerme de que la omisión es un pecado menor. Está el transgresor, el provocativo, el obsceno, el libidinoso, el del lenguaje zafio e insultante que sabe hurgar en los recovecos de mi ser, en sus cavernas y mazmorras. También se encuentra el violento y agresivo, que sale disparado sin previo aviso y al que, en su actuación, contemplo desde el exterior, como si no fuera yo, o fuese otro yo, ese Mr. Hyde que mantengo encerrado en un aposento de mi ser, como la mujer del señor Rochester en la novela Jane Eyre, de Charlotte Brontë; ese misterioso y siniestro personaje que ríe y grita en las noches y agrede a quien se le acerca, y que Rochester intenta mantener oculto.

Pero, en general, mis demonios y yo convivimos más o menos tranquilamente, hemos llegado a un acuerdo de coexistencia que me permite no llegar al extremo de la greguería de Ramón Gómez de la Serna, "Si te conoces demasiado a ti mismo, dejarás de saludarte". Dejo que se permitan ciertas libertades en la oscuridad y el silencio de la noche, que jueguen como malos chicos en mi cerebro, aunque, poco a poco, parecen irse retirando a espacios más profundos, quizás aburridos ya por un juego que no les satisface del todo; les doy gusto a través del monólogo interior, ese que puede permitirse ser políticamente incorrecto aún en las situaciones más formales y estiradas. Les doy gusto y me doy gusto yo, para qué negarlo, quizás sea bueno conservar una parte primaria y un tanto salvaje que nos permita recordar de donde venimos.

Pero no todos los onis tienen por qué ser malvados por naturaleza, pueden llegar a ayudar a los humanos en apuros o aparecer como feos y tontos, pero llegar a ser más astutos de lo esperado y tener un efecto positivo en la vida, incluso puede identificarse con esa voz interior (daimonion, daemon o daimon) por la que fue condenado Sócrates por corromper a los jóvenes. En mi caso, pueden lucir como un muchachuelo todavía algo vehemente, alborotado y de escasa cabeza, con cierta facilidad para meterse en problemas, como un iluso concupiscente torpe y frágil, un trasto lascivo incapaz de hacer daño a nadie (lo que no quiere decir que no pueda salir alguien dañado), como un viejo pretendiendo nadar contracorriente intentando obviar los años que han ido depositando, uno tras otro, sus inevitables sedimentos. Pobres diablos, soñadores fracasados, que me permiten mirarlos (mirarme) con ternura, cabreado y divertido a la vez, dolido y feliz, que me invitan a explorar las zonas obscuras sin amargura y enfrentarme a las equivocaciones de los demás con la complicidad necesaria. Yo no me entendería sin ellos, no me reconocería en un hombre de una pieza, sin líneas quebradas y cicatrices, sin errores que corregir y de los que aprender, los retos que pueden hacer apasionante la vida.


martes, 14 de febrero de 2012

RESENTIMIENTO


Que inconfesable placer al manifestar nuestra hostilidad hacia esa persona a la que responsabilizamos de nuestros males, al exteriorizar en forma y fondo ese rencor que nos muerde por dentro. Qué importa que esa persona tenga poco o nada que ver con ellos, lo importante es sacar la cólera a pasear. Mucha gente vive cargando un fardo en la espalda lleno de frustraciones, de ofensas atesoradas con mimo, de rencores, de culpas, de heridas, de amores fallidos, de desilusiones, de corazones rotos, de infidelidades, de miserias que envenenan el alma de resentimiento. El resentimiento parece haberse convertido en el sentir distintivo de la patria, acompañado jubilosamente por sus estandartes: odio, desconfianza, ira, estupidez. Los políticos alimentan con brío el fuego (perdónenme los inocentes la generalización) y en los medios de comunicación los arietes de la pocilga golpean con insistencia la escasa inteligencia de su público. ¡Gloria al resentimiento!

Una característica cada vez más extendida en nuestra sociedad, cada vez más incapacitada para ver la vida con serenidad y objetividad, cada vez más cargada de prejuicios, orgullosa de los mismos, haciendo alarde de ellos. Ciega ante su irracionalidad, centrada en sus monomanías activadas por la burla degradante como fuelle directo a las vísceras, transformando nuestras miserias en motivos de orgullo, avivadas por la hipocresía y el cinismo que, con desparpajo, se muestra una y otra vez. ¡Gloria al resentimiento!

El atajo para el triunfo es la destrucción del contrario, vale todo, los insultos, las mentiras, la infamia, la vejación. Vale todo mientras la plebe jalee la estrategia puesta en pie con el pulgar hacia abajo. ¡Gloria al resentimiento!

Hay que mantener vivo el fuego hasta lograr la incapacidad para el olvido y para el perdón, generar el sentimiento de ofensa y prolongarlo permanentemente. Que devoren las llamas al enemigo, que devoren también toda posibilidad de ver la realidad con calma y moderación. Que el juez sea el resentido, que el que busque el perdón y el entendimiento sea objeto de burla y escarnio. Pero el fuego puede llegar a ser incontrolable y puede arrasar a su paso todo vestigio de vida. Todos podemos terminar siendo cenizas. ¡Gloria al resentimiento!

Instauremos el prejuicio como eslabón de la cadena que nos une, el emblema que nos otorga identidad. Hoy los gabachos, ayer los de la Pérfida Albión, siempre los gitanos, los “sudacas”, los “panchitos”, los rumanos, los “negritos”, los “polacos”, los extranjeros, los pobres. La clave es olvidar de donde venimos, cuando también fuimos pobres, cuando también fuimos extranjeros; borrar de nuestra razón que podemos volver a serlo. Instaurar el culpable de todo ello en nuestras entrañas, siempre el otro, el adversario político, o el que tiene otro color, otra nacionalidad, del que es necesario desconfiar. Darle cuerpo al culpable, ser capaces de identificarlo, darle nombre propio si es posible, solo un ser real puede ser linchado. ¡Gloria al resentimiento!

Viva la simplificación fácil de deglutir, el mensaje transmitido en el grito, la repetición hasta la saciedad del escarnio, la mentira infinitamente repetida es convertida en verdad. Pensar por uno mismo es peligroso. Los que son incapaces de hacerlo son los encargados del discurso. Lo importante es la inmadurez, fácilmente impresionable, la irresponsabilidad, fácilmente manejable, la irracionalidad como código compartido para entenderse, la estupidez como lenguaje común. ¡Gloria al resentimiento!

Abaratemos el valor de la palabra hasta que quede reducido a la nada. La promesa no existe solo es una mera ilusión de los inocentes. Desdigámonos sin pudor, que la hipocresía llegue a ser un mérito y el cinismo una cualidad. Que la mentira no se perciba, que solo exista en el inconsciente colectivo y lleve aparejado un nombre o un adjetivo. ¡Gloria al resentimiento!

Premiemos la mediocridad, confundamos la fidelidad con el seguidismo irracional o interesado, fomentemos el fanatismo, castiguemos el pensamiento crítico, hagamos costumbre de la decepción, facilitemos la cólera y el desencanto. ¡Gloria al resentimiento!

Pasemos factura a nuestros contrincantes a la menor oportunidad, repartamos prebendas entre nuestros seguidores, que siempre se note quien manda, que la fidelidad sea el único valor y el antagonismo el gran pecado. ¡Gloria al resentimiento!

Cultivemos nuestras tradiciones ancestrales, las que nos marcan como colectividad: la persecución inquisitorial, la hoguera (metafórica, faltaba más), la confrontación fraticida, la rivalidad y odio entre vecinos, los excesos, la idolatría sin límites, la vejación y el ultraje sin límites, las fiestas nacionales en torno a maltrato, sangre y muerte. Mantengamos nuestras señas raciales. ¡Gloria al resentimiento!

Desahoguemos con ello nuestras frustraciones no resueltas, los desprecios acumulados, lo que quisimos ser y no hemos sido, las envidias enquistadas, los dolores no curados. Mantengamos siempre a nuestro alcance un chivo expiatorio sobre el que escupir nuestro rencor. ¡Gloria al resentimiento!

Despertemos la genética más agresiva y descubrámonos participando del desenfreno, liberemos los demonios, utilicemos, también nosotros, el absurdo y el desvarío, seamos uno más en la borrachera, y después, en el vía crucis de la resaca, aliviemos nuestro malestar con el vómito. Este es el país que nos ha tocado vivir y del que difícilmente podremos escapar. ¡GLORIA AL RESENTIMIENTO!

domingo, 5 de febrero de 2012

A MANOLO Y JOSEFINA

Hay hombres que luchan un día y son buenos. Hay otros que luchan un año y son mejores. Hay quienes luchan muchos años y son muy buenos. Pero hay los que luchan toda la vida: esos son los imprescindibles. - Bertolt Brecht

Es evidente para todos, en esa última categoría de personas que se pasan luchando toda la vida se encuentran nuestros amigos Manolo y Josefina, Josefina y Manolo, que tanto monta, monta tanto. Pero no es el hecho de luchar sin más lo que es valioso. No cualquier lucha es válida.

Resulta esencial la lucha que es gratuita, aquella que no pide nada a cambio, la que no busca encumbrarse, la que solo persigue el hecho mismo de luchar por una causa, el de sentirse vivo sin más, ser humano digno y sensible

Es vital la lucha compartida, la que se realiza codo con codo, donde el protagonismo es de todos, la que continuamente aporta y recibe, la que busca contagiar el espíritu que la sustenta, sabedora de que lo importante no es tanto la persona que la lleva a cabo sino la razón que la hace necesaria.

La única lucha indispensable es la que pone el acento en el débil, en el despojado, en el maltratado, en el caído, en el necesitado. La que transita caminos que la mayoría rehúyen, la que se introduce en moradas que para los demás han de permanecer ocultas. Solo ella es justa, solo ella aporta grandeza.

La lucha necesaria es la que es producto de la empatía y la que a su vez la genera, la que es capaz de ponerse en lugar del otro, la que nos va haciendo cada vez más humanos en vez de deshumanizarnos, más tiernos, más cercanos, más alegres.

La que es imprescindible es la que es producto de la esperanza, esperanza contra toda esperanza, esperanza con los pies bien firmes sobre la tierra, la esperanza sin fecha de caducidad, más allá de las derrotas, más allá de cualquier fecha, más allá de nosotros mismos.

Pero esta lucha somos capaces de percibirla gracias a las personas que la llevan a cabo, gracias a los luchadores. Luchadores cuyos nombres no veremos impresos ni en libros de texto ni en apergaminados santorales, luchadores cotidianos, luchadores del pueblo que no son perfectos, pero es eso lo que hace grande su esfuerzo, no la perfección sino la imperfección; capaces de mejorar porque conocen lo que les resta por conseguir; con la sabiduría del que sabe reconocer sus errores y aprender de ellos; luchadores ejemplo ya que su modelo no se encuentra en lo inalcanzable que pudiera haber en ellos sino lo que se puede encontrar a nuestro alcance.

Luchadores amigos, porque ya, personalmente, lo bonito de toda lucha es que tenga nombre de amigos, Manolo y Josefina, Josefina y Manolo; amigos a los que podemos ver y tocar, compartir con ellos sueños y vigilias, infortunios y alegrías, frustraciones y ánimos, gachas y tortillas. Amigos a los que admirar, a los que querer, a los que poder dar las gracias.

Gracias por vuestra permanente lección de humildad. Bienaventurados aquellos que encuentran cada día su propia satisfacción sin esperar más recompensa que ser pequeños y ser felices entre los pequeños.

Gracias por vuestro continuo testimonio de perseverancia. Bienaventurados los que no se desmoronan ante los golpes de la vida, los que se caen y vuelven a levantarse en un alentador ejemplo de fuerza entre los débiles.

Gracias por el ánimo que día a día, año a año, nos habéis aportado. Bienaventurados los que encuentran el sentido de su caminar en alentar a los demás a acompañarles en el camino, los que no encuentran mérito en hacer ese camino solos.

Gracias por ejercer siempre una caridad bien entendida. Bienaventurados los que practican la caridad haciendo honor a su etimología, a su relación con el ágape, como amor desinteresado por los que carecen. La caridad como filantropía, como amor a la humanidad.

Gracias por compartir vuestra alegría y transmitírnosla a nosotros aún en los tiempos de sombras. Bienaventurados los que mantienen la sonrisa en los momentos aciagos, los que combaten la desdicha con un chiste.

Gracias por mantener la esperanza porque nos mueve a nosotros a hacer lo mismo. Bienaventurados los esperanzados contra toda esperanza porque solo ellos abrirán las puertas al futuro.

Gracias por ser, por estar ahí, por permitirnos ser vuestros amigos y por permitirnos aprender. Amigos de los que hemos aprendido y de los que queremos y debemos seguir aprendiendo por mucho tiempo más.