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miércoles, 28 de marzo de 2012

CELIA Y ROSARIO


Se acomodó el jersey y la falda antes de llamar y pulsó el timbre. El día anterior había visto un anuncio en el supermercado solicitando una mujer para el cuidado de una anciana, se apresuró en llamar al teléfono que se indicaba y allí estaba, a probar suerte. Llevaba unos meses en España, en Ecuador había dejado a su hija de tres años y desde que llegó no había parado de ir y venir de un sitio a otro. No soñaba con hacerse rica, sencillamente esperaba encontrar a alguien que le diera trabajo, para poder comer y enviar dinero a su familia, y un sitio para dormir. Sabía que lo iba a pasar muy mal, que no iba a tener papeles y que no iba a poder salir a la calle, a un sitio público, porque la Policía le podía identificar y expulsarla. Pero aun así, tenía que intentarlo. Desde entonces solo salía de su habitación en contadas ocasiones y, casi siempre, en busca de trabajo. Cuando la puerta se abrió un hombre de cincuenta y tantos años le preguntó qué deseaba.
-       Vengo por lo del anuncio.
-       Ah, sí. Me lo dijo mi mujer. Pase.
Celia quedó esperando en el pasillo mientras aquel hombre fue a buscar a su esposa. La casa olía a años, esa impresión que queda en el olfato mezcla de muebles viejos, personas ancianas y lugar cerrado. Celia aguardó de pie, en el silencio de la casa, ojeando cada uno de los muebles que había en la entrada. Un gran espejo antiguo con marco en madera tallada y dorada, un gran perchero de pared con varios rostros tallados en él, un gran aparador de cuatro cajones, un sillón de tapicería gastada y un paragüero de latón. Todo aquello daba sensación de riqueza y descuido y le hacía sentirse todavía más cohibida de lo que lo estaba al llegar.
Llegó la señora de la casa, enjuta, seria, formal. Se presentó. No le dio la mano ni, menos aún, la besó. Los siguientes minutos fueron un interrogatorio. Nombre (Celia Jiménez), nacionalidad (ecuatoriana), edad (treinta y cuatro años), situación familiar (viuda con una hija y una madre en su país), referencia (está acostumbrada a cuidar personas enfermas y mayores), situación legal en España (sin papeles). Yo no sé nada. Nunca me lo has dicho. ¿Sabes cocinar? (me he pasado la vida haciéndolo) ¿Cuándo podrías empezar? (cuándo usted quiera) Las condiciones serían alojamiento, manutención y quinientos euros al mes para gastos, ¿de acuerdo? (Sí) Empezarías mañana por la mañana (Cuando usted diga). Se me olvidaba, ¿sabes leer? (claro) Te dejaré en la mesa de la cocina unas hojas c con instrucciones. Cualquier duda me la preguntas cuando venga. Ven, te presentaré a mi madre. La siguió pasillo adelante hasta una habitación que se encontraba al fondo. Se llama Rosario. Se encuentra bien, solo las cosas de la edad, tiene noventa y un años, la cabeza es lo que algunas veces se le va, pero no da problemas, nosotros vendremos por aquí al menos una vez a la semana, te dejaremos nuestro número de teléfono para cualquier urgencia. Confiamos en ti. En el cuarto una cama, armario, aparador y espejo y una mecedora situada de cara a la ventana en la que se hallaba sentada la abuela.
- Mamá, ésta es Celia, va a vivir contigo y te va a cuidar- la anciana ni se inmutó, continuó con un ligero movimiento de la mecedora y con la vista en el exterior.
- No oye bien. Tampoco habla mucho. No te va a dar un ruido.
Le enseñó la cocina y la habitación en la que ella dormiría, después el resto de la casa. Todo el mobiliario seguía la misma tónica que el de la entrada. Años y soledad acumulados en él y en las fotos, la gran mayoría antiguas, que se distribuían por encima de los muebles.
Quedó sorprendida de lo rápido que se desarrolló todo. Todo fue tan fácil. Todo tan sospechoso. A la mañana siguiente, a la hora convenida en punto, cargada de sus escasas pertenencias, estaba allí. En cuestión de minutos se encontraba ya cerrando la puerta tras la señora. Fue entonces mucho más clamoroso el silencio. Le asaltó la indecisión, por unos minutos no supo qué hacer, quedó allí clavada, apoyada en la puerta, como esperando que las paredes se le vinieran encima de un momento a otro. No podía permitirse la más mínima duda y se puso manos a la obra.
Desde los primeros intentos de aproximación a Rosario comprobó que no le iba a ser fácil comunicarse con ella. Su respuesta fue invariablemente el silencio y unas pocas miradas siempre a los ojos. Era una mujer dócil que se dejaba llevar adonde Celia quisiera, que miraba con escaso interés, pero miraba, los programas de televisión que le pusiera y en general se dejaba hacer sin problemas, se dejaba vestir y desnudar, respondía a las pequeñas demandas que se le hicieran, se dejaba lavar y comía, aunque poco y con desgana, las comidas que le hacía, el menú que su hija le había propuesto por escrito, sencillas comidas que no le suponían ningún problema. Ese parecía ser su futuro, una tarea tranquila y callada en la que tendría mucho tiempo supuestamente libre pero también mucha necesidad de comunicación. Lo que Celia no llegó a percibir fueron las miradas que Rosario le dirigía cuando sabía que no iba a ser observada, intentando quizás descubrir quien sería aquella mujer de mediana estatura y melena larga que ahora iba a ser su compañera.
Unos días después, tal y como se le había estipulado, Celia preparó la primera ducha de Rosario. Colocó en el interior de la amplia ducha una silla de baño. La desnudó, le puso un albornoz color crema para que no se enfriara y la llevó tomada del brazo hasta el cuarto de baño. Una vez que la dejó sentada miró con cautela la columna de ducha que tenía ante sus ojos, ese raro artefacto con el que los europeos parecen querer complicar un acto tan simple como es una ducha. Con desconfianza y  la alcachofa en la mano intentaba averiguar el funcionamiento de aquel aparato, miraba sus numerosos agujeros y las diferentes posiciones del mando. Santiguándose se decidió por fin, giró el mando y el agua salió, pero no por donde esperaba. Una buena ración de agua salió por la parte de arriba poniéndola toda mojada. Con el agua le vino un sobresalto y soltó un gran chillido que a la vez sobresaltó a Rosario. Y tras el grito, Celia rompió a reír, sin control, sin disimulo, pidió perdón por aquel comportamiento y siguió riendo, rió y  rió, se sentó sobre el bidé mientras el pelo le chorreaba y el agua se deslizaba por su cara, y seguía riendo y lloraba mientras reía. Pero algo aún más sorprendente le sucedió mientras lo hacía, con su propio ruido no había prestado atención a Rosario. Ella también estaba riendo, suavemente reía, reía, reía. Celia calló y se quedó contemplándola y escuchándola. Entonces, sin disimulo, la anciana giró su cara y la miró fijamente a los ojos con una sonrisa en el rostro. Y en aquel momento las dos rompieron a reír. Mientras enjabonaba y lavaba su cuerpo una se echaba a reír y arrastraba a la otra o era la otra la que lo hacía y arrastraba a la una. La hilaridad empezó a coser un nexo de complicidad entre las dos.
A partir de ese momento Rosario no ocultaba su mirada a Celia. A menudo volvía su cabeza cuando ella entraba en su habitación, le miraba a los ojos cuando se dirigía a ella y cuando le daba de comer. Un extraño diría que aquel cruce de miradas sostenido representaba un pequeño romance entre las dos. Aun así Rosario seguía comiendo poco y con desgana.
-       Una más – insistió Celia acercándole la cuchara a la boca. – Mañana le voy a hacer una comida de mi tierra y que me escriba la señora lo que quiera. -La anciana pareció asentir o al menos eso quiso imaginar ella.
-       ¿Le parece seco de gallina? Pero no se lo cuente a su hija- Celia primero y Rosario después, rompieron a reír ante aquel último comentario.
El seco llegó y la gallina y el arroz sucumbió hasta el último grano. Celia disfrutaba satisfecha con cada uno de los bocados y Rosario parecía regalarle cada momento en el que abría la boca.
-       Otro día se lo haré de chivo.
Transcurrieron los meses. Las visitas del matrimonio, que en un primer momento se atuvieron a lo convenido. Una a la semana. No más. Poco a poco se fueron espaciando, no se sabe si porque la confianza en Celia aumentó o las costumbres se relajaron porque en el fondo nunca había habido verdaderos deseos de que llegaran a serlo. El tiempo, dentro de su monotonía, fue pasando la lógica factura a la nonagenaria, cada vez se la veía fatigarse con más facilidad, tenía que pasar más períodos encamada, con los ojos cerrados como recobrando fuerzas para poder volver a abrirlos.
Una noche, Celia despertó sobresaltada ya que parecía haber escuchado un lamento. En efecto, desde la habitación de la abuela parecía oírse un llanto. De un salto se echó rápidamente al suelo y en camisón fue hasta allí, Rosario temblaba y lloraba desconsoladamente.
-       ¿Qué le ocurre señora?- Se sentó en su cama y le cogió las manos, pero la anciana no pareció darse cuenta de su presencia. Tras unos segundos de vacilación, se tumbó a su lado y abrazándola la apretó fuerte contra su pecho. Con una mano la sujetaba y con la otra le acariciaba el cabello. – Ya pasó, ya pasó, ya estoy aquí yo – le repetía con suavidad. Poco a poco los temblores fueron cediendo y el llanto fue quedando en sollozos entrecortados cada vez más espaciados. El sueño las fue tomando a las dos y así quedaron hasta que el día las descubrió.
Dormir juntas las dos se convirtió en una costumbre. Rosario buscaba a menudo el pecho de Celia para sentirse acogida y segura, se dejó ir hacia sus años de infancia con agrado y sin remordimientos. A Celia le permitió rememorar las sensaciones que le producía una chiquilla que le esperaba más allá del océano. Los días fueron complicando la respiración de la anciana, cada vez mas dificultosa, más irregular. Fue entrando en un estado casi permanente de somnolencia solo interrumpido por breves momentos para comer livianamente. Breves momentos que fue llegando un tiempo en el que quedaron reducidos casi a la nada. Tiempo en el que Celia creyó necesario avisar.
Llamó al teléfono que le habían dejado apuntado, los timbrazos se sucedieron pero nadie descolgaba hasta que saltó un contestador. Señora, su mamá no está bien, creo que sería bueno que viniera. Colgó  y volvió con Rosario que entreabrió levemente los ojos por unos instantes al oírla entrar. Celia pasaba la mayor parte de su tiempo sentada al lado de la cama con la mano de la anciana cogida. De vez en cuando bebía algunos sorbos de agua cuando le ponía el vaso en los labios. Las horas del reloj transcurrían sin que nada cambiara. Nadie acudía a la llamada. La cama, la enferma, la silla, la mano, la amiga. Cuando la noche se acercó Celia lo volvió a intentar y de nuevo se enfrentó al contestador. Señora, perdone que le moleste, su mamá no se encuentra bien, sería necesario que viniera por aquí. La noche transcurrió sin otra modificación que el transcurrir de las manecillas del reloj y esa respiración cada vez más costosa. Con el nuevo día, Celia lo intentó una y otra vez. Señora, su mamá no está bien. Llamadas sin respuesta alguna. Fue consciente en toda su crudeza de lo que representa encontrarse en un lugar ajeno, de lo que casi nada conocía, donde se encontraba sin capacidad de maniobra, sintiéndose una inútil, sin otro teléfono al que acudir que aquel muro infranqueable con el que una y otra vez se topaba. Señora, su mamá no está bien le repetía una y otra vez a esa voz neutra del contestador que nada le respondía y a la que nada le importaba. Sentirse extraña, sentirse sola, sentirse presa. Rosario buscaba su mano cada vez que la oía sentarse a su lado. Agua, las pastillas de siempre que nada parecían hacerle y prodigarle cuidado y cariño, solo eso era capaz de hacer. Solo eso, ella sola. Sola. Los días pasaron. Señora…
Al borde del derrumbamiento, al borde de que aquella respiración se transformara en un gemido, en un lejano quejido, o así lo vivía ella, cuando cada silencio se le convertía en un grito de ayuda, cada inspiración en un gesto con el que agarrarse a la vida y cada espiración en un abandono a la muerte, por entonces, días después, tras muchos inútiles “señora…”, se oyó la puerta de la entrada. Él y ella entraron en la habitación. ¿Qué ocurre Celia?. Ninguna disculpa, ninguna explicación, como si todo fuera normal. Te espero en el comedor, fueron las palabras del marido. La hija se sentó en la silla al lado de la cama. Celia permaneció, en un segundo plano, a sus pies. Mamá, le dijo colocando su mano sobre la de ella. No hubo respuesta alguna, no abrió ni siquiera levemente los ojos, ni el más pequeño músculo pareció responder a la llamada. Tráeme un vaso de agua, ordenó a la criada. Celia fue a la cocina a por ello. Se oía al marido hablar por el móvil. Si no fuese por nosotros todo se iría al carajo, la verdad es que estamos gobernados por inútiles. Cuando le entregó el vaso lo bebió casi hasta la última gota, dejándolo con un sorbo en la mesita de noche. Mamá, insistió. Un minúsculo sonido pareció salir de la garganta de Rosario. Parece que quiere decir algo, se extrañó su hija. ¿Quieres algo mamá? Rosario volvió a emitir un susurro indescifrable. No te entiendo mamá, ¿qué estás diciendo? La madre repitió ese ruido inarticulado y a la vez retiró su mano de debajo de la de su hija y pareció buscar con ella algo en el aire. ¿Qué quieres mamá? Colocó su oído pegado a la boca de la anciana y ésta repitió de nuevo aquel murmullo. Creo que dice tu nombre, creo que te llama. Celia se acercó a la anciana. ¿Qué quiere, señora? Esta continuaba buscando algo allá por donde escuchó la voz. Entonces Celia acercó su mano a la de ella, como entregando el tesoro buscado. Rosario la cogió con fuerza y la depositó sobre la cama, con ella bien cogida pareció tranquilizarse. Estoy aquí señora, estoy aquí. Celia se sentó con ella al borde de la cama tranquilizándola. Estoy aquí, con usted, no me he ido. Se diría que los ojos de su hija se humedecieron.
Y la vida se deslizó hacia su final, sin más pretensión que llegar a él, tranquila, calladamente, sintiéndose protegida por quien realmente es indispensable para ella, para nacer y también para morir.

domingo, 25 de marzo de 2012

RECUERDOS DE MI ÚNICA CASA



A mi amigo Aldo, cuya gran humanidad está hecha toda ella de emoción y que se dedica a ir por el mundo contagiando una y otra, de la presentación de su libro Recuerdos de mi única casa.

Recuerdo de mi infancia el juego del Rescate, seguramente muchos de vosotros también los recordáis. Se trataba de un juego de calle, en aquellos años en los que esta era una prolongación de la casa. Tomábamos posesión de ella hasta que muy de vez en cuando el paso de un coche, muy raramente, nos obligaba a hacer un alto en el juego y, generosamente, dejarlo atravesar nuestros dominios. Nos dividíamos en dos grupos, uno de ellos el de los policías y otro el de los ladrones, uno el de los perseguidores y otro el de los perseguidos. Los atrapados de estos últimos iban formando una cadena agarrados a una farola, a una ventana, a un banco y el juego consistía en que los primeros lograran atrapar a todos los rateros o bien, estos, consiguieran rescatar a todos sus compañeros capturados. Yo siempre fui un patoso, era lento y me caía con facilidad, por lo que la rara vez me atrevía a salir del espacio que nos estaba reservado y nos otorgaba seguridad, con frecuencia sentía el aliento en el cogote de mi perseguidor y mi corazón desbocado por el esfuerzo y el nerviosismo. Cuando conseguía regresar a salvo, habitualmente sin haber podido rescatar a nadie, pero libre mi pellejo, siempre recordaré el grito exultante que profería al llegar al espacio en el que mi perseguidor tenía prohibido entrar. Exclamaba, en ese momento, con todas mis fuerzas: ¡CASA!
Era solo un juego inocente del que no era consciente y, sin embargo, muchos años después cuantas veces me he acordado de aquel, ¡CASA!.
¡CASA!
Del profundo significado que contenía.
En mis años de profesión docente cuantas veces me he encontrado con niños y niñas que no tienen la oportunidad para exclamar con esa alegría esa palabra. ¡CASA! Cuantos hay en este mismo momento, lejos de nosotros, completamente ignorados, absolutamente desapercibidos, que desconocen ese sentimiento.
¡CASA!
La casa es el lugar donde nos sentimos a salvo, donde somos nosotros mismos. El espacio que hemos hecho nuestro tomando posesión de cada uno de sus rincones, espectadores y  actores de la tragicomedia que cada día se escenificaba allí. El espacio que nos ha hecho suyos, cargándonos de sus olores y de sus ruidos, de sus luminosidades y de sus sombras, todos ellos agazapados en la memoria a la espera de enseñorearse en ella a la menor ocasión. Recuerdo el poema de Mario Bendetti, Otro cielo, y qué puede haber más parecido al cielo que nuestra casa, que nuestra única casa, aquella a la que podemos nombrar con el corazón trotando al galope tendido, con la ansiedad del niño que aguarda su premio, con la inocencia de la mirada capaz de transformar grietas en ventanas luminosas, las goteras en el lugar mágico en el que nace la lluvia. Porque, aunque pudiéramos lavar, arreglar, transformar, todas sus quebraduras, siempre nos faltaría ese telón lleno de remiendos que era el techo, las rendijas por las que se colaban mariposas, lagartijas y vecinos, el cauce del río en que crecimos, esa casa convertida por la noche en estrella. Esa otra, limpia, aseada, arregladita, perfecta, nunca la sentiremos como nuestra, como en la que crecimos, nos hicimos, soñamos y despertamos. La casa que perdimos y que siempre está con nosotros, como siempre se encuentra con nosotros el niño que fuimos en ella, la fuerza de las imágenes grabadas en nuestra retina y las emociones vividas allí.
Y la casa también era la calle, que no era sino una sola casa grande, donde la gente ríe, sueña e inventa; donde no hay historia que no sea compartida, donde cualquiera sabe el día exacto de tu cumpleaños y en las noches de tristeza son más los hombros que las lágrimas. Yo también recuerdo una calle parecida. Una prolongación extensa de mi casa en la que yo jugaba a ser mayor, tontamente ilusionado en el gran futbolista que sería mientras golpeaba torpemente con el pie ese balón desinflado o jugaba al escondite, “Ronda, ronda, quien no se haya escondido que se esconda”, hasta que mi madre se asomaba a la puerta de nuestro pequeño jardín y gritaba ¡Jesús! y un eco de jesuses (jesús, jesús, jesús, jesús…) se iba trasladando hasta que llegaba a mí y yo iniciaba una carrera hasta mi casa.
¡CASA!
Esa casa eran los otros, aquellos con los que fuimos, aquellos que nos hicieron. Llevo a mi casa siempre conmigo, porque los llevo incorporados a mí, el niño que fui y soy. Llevo en mí todas las edades y con ellas a las personas que las habitaron impresas en mi memoria. Los que siguen viviendo en mí. Fantasmas amigos que me acompañan en los momentos en los que me siento solo ante una ventana observando la lluvia, cuando me pongo a cocinar saboreando ya el instante de llevarlo a la mesa y escucho los consejos de mi madre, su figura de matrona, componiendo con sabiduría una sinfonía culinaria.  Esa familia extensa que hoy me acompaña cuando la casa se me viene abajo de silencio.
Pero la casa es, especialmente, la familia, lo que fuimos, somos y seremos, aunque sea encallados en un mar de contradicciones: el lugar de la ternura y el lugar donde salen los demonios; del que huir y al que es necesario volver; de donde queremos escapar y el que siempre llevamos con nosotros; en el que aprendimos a ser hombres, de lo que no nos dimos cuenta hasta que lo fuimos; donde aprendimos el odio y el perdón; donde empezamos a descubrir las miserias y las grandezas; de donde salimos cargados de orgullo y donde la vida se fue encargando de dotarnos de humildad. Donde aprendimos a amar y aprendimos también lo difícil que es amar. Donde aparecieron nuestros primeros héroes y villanos, y donde hemos ido descubriendo que todos tenemos un poco de ambas cosas. El lugar de donde somos y el que llevamos marcado a fuego en nuestro ser aunque nos empeñemos en ocultarlo. El del sueño y el de la pesadilla. La referencia que tenemos para el placer sosegado y para el dolor intenso; para reencontrar la inocencia perdida o sufrir una culpabilidad desgarradora. El recuerdo que nos hace llorar con un corazón desparramado. 
Recuerdos de mi única casa es un ejercicio contra el olvido porque el olvido es ingratitud y desprecio, por eso este libro se encuentra escrito desde la gratitud, y, si ha sido necesario, desde el perdón. Escrito con la ternura que Aldo aprendió y desde la oralidad en la que creció. Una recuperación de los olores y de los sonidos, de los rostros y de las voces. Un tributo a los otros. Un reencuentro con ellos, la madre, fabricando, después de la lluvia, el espejo por donde caminaban, con el abuelo de nombre raro al que llamaban “papá”, con la abuela Nena, una brujita infeliz, con Uba, la abuela Julia; o con el abuelo Horacio, el “Almirante”; con la “Nana”, Martina Moreno; con Mayo y Mariquita, la sabia; con Nano, el barbero, y María, su mujer, que bordaba florecitas de rococó en las batas de canastilla; con Justa y Justo, que no eran ni arientes ni parientes; con Gaspar, el último Rey Mago; con Mundín, pregonando noticias; con Joseíto Villa; con Antoñica, la más vieja de todas las viejas; y sobre todo Meneses, ese lugar que está donde tiene que estar; y sobre todo, sobre todo, su padre, en un abrazo hecho con las palabras que él puso en su corazón, y que quedaron por decir, pero que moverá, con ellas eternamente su recuerdo.
Recuerdos de mi única casa, es transformar la vida en poesía. Aunque nada suele ser lo que uno sueña, algo ha de tener esa realidad cuando el río suena, algo que nos ha permitido soñarla así, algo que nos ha transmitido la magia para transformarla, para reírla y llorarla, para sentirla con todo nuestro cuerpo derritiendo ternura sobre las palabras. Es un canto a la memoria, esa que pidió a los Reyes Magos y que le fue concedida; esa que todos deberíamos ejercer, sin miedos ni rencores, sin pudor, esa memoria generosa que nos hace más humanos, que nos hace mimar la vida, curar las heridas y aliviar el dolor. El bálsamo de Fierabrás, que desde la ternura y la compasión, nos ha de curar todas las heridas. Ese que al beberlo nos va a permitir gritar con una mezcla de melancolía e ilusión: ¡CASA!
La letra en cursiva corresponde al libro de Aldo Méndez, "Recuerdos de mi única casa"

sábado, 24 de marzo de 2012

LA CUCARACHA


Mi tía Ángeles, hermana de mi padre, no caía bien en mi familia, servía de diversión, pero también daba miedo. De rostro enjuto y nariz ligeramente aguileña, con el pelo cano recogido hacia atrás en un moño y vestida invariablemente de negro o de tonos grises, seria aunque pretendidamente mordaz, carecía del ingenio suficiente para ello. En mi casa la llamábamos la cucaracha, habida cuenta de todo lo anterior, no es necesario justificar el apelativo. Tampoco ayudaba en nada la prole que tenía, una cuadrilla de hijos malcriados de los que era imposible dudar quien era la madre. Cuando su figura aparecía por la puerta siempre se provocaba una pequeña revolución en casa de idas y venidas en carreras, de rápidas escondidas para no dejarse ver.
La tía Ángeles avanzaba por los pasillos de la casa como si fuese la reina de Saba, mirando hacia un lado y otro en busca de alguna cosa que criticar, cuando la encontraba se detenía ante ella y la señalaba con el dedo sin pronunciar palabra hasta que captaba la atención de mi madre que se afanaba como loca en buscar la fuente de la desdicha. Solo entonces, la tía emitía su juicio sumarísimo que siempre concluía en una breve risa irónica que terminaba concluyendo de golpe. Entonces, tía Ángeles, se giraba y sin más dilación proseguía su entrada. Lo suyo era criticar, era una especialista en esa práctica. Sentada en el sillón, con las manos apoyadas en los reposabrazos y la barbilla levantada desmenuzaba sus ruindades sobre mi madre y, sin que nadie le pidiera opinión, se convertía en fiscal y juez sobre todo lo humano y lo divino que nos pudiera concernir. Cuando venía acompañada de sus criaturas, estas se dedicaban a hurgar y curiosear por toda la casa sin que nadie les hubiera autorizado a ello. Dignos hijos de tal madre, cuando encontraban algo que consideraban motivo de burla acudían a la carrera ante ella, carcajeándose sin medida y mostrando sus dientes cariados por los kilos y kilos de golosinas que engullían al cabo de la semana. Tía Ángeles acariciaba sus cabezas con orgullo y miraba a mi madre con gesto de lástima y misericordia forzada.
Era, como no, la cucaracha; era pues comprensible que mis hermanos y yo tuviéramos una visceral guerra a muerte declarada a esos insectos. Nuestra casa era un edificio antiguo lleno de grietas, agujeros y rincones donde ellas podían habitar y esconderse. Aquella batalla era una competición para nosotros, cada cucaracha era un trofeo que acumulábamos para ver quien era el cazador victorioso al fina del mes. Cada uno de los hermanos tenía un tarro de cristal con nuestro nombre escrito en un papel  y en el que guardábamos una a una cada una de aquellas valiosas piezas que al final de mes nos reportaba unas valiosas ganancias provenientes de las apuestas que hacíamos. A mamá no le gustaba aquella competición nuestra ni las burlas y risas que nos traíamos a costa de mi tía, no dejaba de recordarnos que llevábamos la misma sangre y que no era bonito reírse de los parientes y que Dios o la vida podría castigarnos por ello. Pero servían de bien poco esas regañinas pues, inmediatamente, en cuanto vislumbrábamos algún hemimetábolo nos lanzábamos en tropel a su caza y captura; servía todo, zapatillas, escobas, insecticidas, golpes o pisotones. Más de una vez aquella contienda terminaba en trifulca por defender la autoría de su muerte y captura, trifulca que a veces llegaba a las manos y que solía terminar en algún castigo físico o moral por parte de mi madre.  
Pero mi tía murió y esa costumbre la sobrevivió. Mis hermanos y yo mantuvimos esa cruzada contra las cucarachas hasta su completa erradicación. Veíamos en cada una de ellas su reencarnación. Es verdad que la presencia de mis primos, fieles a la estampa y el carácter de mi tía, ayudaba a ello, pero esto no terminaba de explicar que la fobia fuera heredada por hijos y nietos. Todos al alimón en una ofensiva que se terminó convirtiendo en la marca de la casa haciendo del exterminio de una especie una razón para vivir. Esa contienda fue, lógicamente, más allá de mi antigua casa para realizarse en cualquier lugar en el que estuviéramos. Se convirtió en una obsesión, una rareza patológica que nos marcó como familia y que en algún momento consideré podría tratarse de una maldición de mi tía que terminó incrustándonos en nuestra genética el castigo por aquellas burlas interminables que habíamos realizado de ella. Qué sino la genética podía explicar ese comportamiento, quizá la insistencia en determinadas conductas durante varias generaciones termina por dejar una huella genética que ya no se puede abandonar.   
Las casas de nuestros hijos se fueron llenando de tarros de cristal en el que dos generaciones fueron guardando esos cadáveres exquisitos. La competición se fue perfeccionando y ampliando hasta contabilizar no solo las piezas capturadas en una casa sino las que se habían obtenido en todas ellas. El ganador era valorado como el auténtico paladín de esa conflagración. Llegó también un momento en el que las cucarachas perseguidas no solo tuvieron por nombre Ángeles sino que podían atribuírsele cualquiera de los que tenían alguno de sus descendientes, lo que vino a suponer toda una separación entre las dos ramas de una misma familia. Lo que podía parecer gracioso llegó a resultar muy preocupante cuando a las casas de los hijos de nuestros hijos también se extendió ese proceder llegando hasta límites insospechados, como turnarse para montar guardia durante la noche, ir provistos de insecticida mata-cucarachas a cualquier lugar al que se acudiera y no sentarse allí sin antes haber rociado ampliamente los alrededores o saltar estruendosamente sobre alguna  que apareciera sin preocupación ninguna por el lugar en el que se encontraran, fuera reunión de trabajo o misa de difuntos.
Es por todo esto por lo que espero se me comprenda. No se trata de renegar de la sangre de la que he venido y que yo he ayudado a perpetuar, pero visto lo visto considero que llegado este momento de mi sorprendente existencia y tras el óbito correspondiente, lo mejor que puedo hacer en cuanto veo a alguno de mis familiares es quitarme de en medio todo lo más rápidamente que mis seis patas me permitan.

          

sábado, 17 de marzo de 2012

ORACIÓN LAICA

 
Niño que te encuentras a punto de morir de hambre, con vientre hincado y moscas en el rostro.
(Yo masticaba la comida mientras te veía en la televisión).
Ruega por nosotros.
Geoffrey Ojok, de 13 años, exniño soldado del LRA en Pader, Uganda. Como tantos otros niños y niñas que han sido secuestrados y obligados a convertirse en soldados o sirvientes. Obligados a matar a otros niños o a miembros de su familia para alienarlos y poder malearlos más fácilmente.
(Nosotros jugábamos, mientras tanto, a la guerra en la videoconsola).
Ruega por nosotros.
Las niñas que también han sido secuestradas y han acabado siendo esclavas sexuales o 'esposas' de los miembros del grupo militar.
(Nosotros estábamos preparando los trajes y el festín de la Primera Comunión)
Rogad por nosotros.
Kungwa Kyalwa, de 23 años y madre soltera, violada por las Fuerzas Democráticas para la Liberación de Ruanda y forzada a huir de su aldea.

Ruega por nosotros.

Ciudadanos congoleños, ugandeses, ruandeses, y de tantos otros países de África, sometidos y explotados por gobiernos y grupos rebeldes corruptos, que negocian su riqueza con nuestras sacrosantas y honorables multinacionales con el oro, el coltán o el tantalio, muy demandados para la fabricación de nuestros teléfonos móviles.

(Forma parte de nuestra ilusión, hacernos con ese último modelo de móvil para estar al último grito.)

Rogad por nosotros

Vosotros, miles de supervivientes de la tortura, desnudados y apaleados, colgados de unas muñecas esposadas, a los que se les ha arrancado la piel con tenazas, a los que se les ha torturado con descargas eléctricas en distintas partes del cuerpo, en Siria y en otros muchos países con gobiernos “amigos” de los nuestros.

Rogad por nosotros.

Amina, de 16 años, vecina de la ciudad de Larache (norte de Marruecos), que fue violada por Mustafa, que la sacó de casa, la amenazó con un cuchillo y la llevó a un bosque cercano donde la violó, que fue posteriormente entregada en matrimonio a ese mismo hombre. Amina puso fin a su vida ingiriendo un matarratas en la casa de sus suegros.
(Contemplábamos en la televisión un programa que se llama, que ironía, “Sálvame”.)
Ruega por nosotros.
Mohamed, que tienes diez años, y te dispones a coser los pedazos de cuero que te han asignado para elaborar un balón. Trabajarás a lo largo de muchas horas, y sólo conseguirás unas monedas para colaborar en el sustento familiar. En tu casa son pobres y necesitan ese dinero. Seguramente nunca podrás estudiar, y tus padres y hermanos seguirán malviviendo como la mayoría de las familias de tu pueblo.

(Nosotros nos divertimos con aquel balón de cuero que compramos en el hipermercado para regalárselo a nuestro niño en su cumpleaños.)

Ruega por nosotros.

Leila, colombiana, engañada en tu país para venir a trabajar a una cadena de restaurantes en España para acabar ejerciendo la prostitución de un motel a otro, sin dinero, sin papeles, sin teléfono, sin esperanza de salir, al menos, en dos años cuando hubieras cancelado la deuda, siempre bajo la amenaza de que si no pagabas, se la cobraban a tu familia.
(Casi la mitad de la población masculina española admite haber recurrido alguna vez a los servicios de una prostituta. Pero lo que parece más improbable es que estos clientes que reclaman sus servicios, no sean conscientes de que el 92% de estas mujeres, en su mayoría inmigrantes, llegan a nuestro país engañadas por las mafias y se ven obligadas a mantener relaciones sexuales con una media de 15 clientes diarios.)
Ruega por nosotros
Llegará un momento en el que necesitemos ayuda y no habrá nada ni nadie que interceda en nuestro favor
Llegará un día en el que vendréis a pasarnos la factura que hemos ido acumulando.
Solo nos quedará esperar vuestro perdón. Tener la esperanza de que vuestra humanidad sea mucho mayor que la nuestra.

martes, 13 de marzo de 2012

DE REPENTE LA VIDA


Movía la cucharilla en el café como todos los días, como todas las tardes de los últimos años. Absorta la mirada en ese movimiento repetitivo que se prolongaba mucho más de lo necesario, aislado del pequeño bullicio de su alrededor por el caparazón de soledad que se había fabricado. La movía sin sentido alguno. La movía por moverla, como uno de los pequeños actos rutinarios con los que pretendía llenar su vida. Pensaba que había iniciado su declinar, y así parecía ser a juzgar por el rostro levemente demacrado y las ojeras que acompañaban sus ojos. Cogió el sobre del azucarillo ensimismado en el proceso de rasgarlo, lentamente, de agitarlo con suavidad para que todo el azúcar que hubiera en su interior se depositara al fondo del mismo; de abrir ligeramente la boca que había liberado de papel y dejar escurrir su contenido en la taza de café; sólo una pequeña cantidad, para luego plegar lentamente el sobrecillo, encerrar en él la azúcar sobrante para que no se perdiera ni un solo grano y dejarlo sobre el platillo. Luego, vuelta al movimiento insistente de la cucharilla, y esos ojos mirando sin ver, vueltos hacia el interior, hacia las profundidades que se habían ido cavando en su corazón.
Acudía a aquel café desde hace años. Acostumbraba a sentarse en una de las mesas de uno de los rincones más apartados de todos y de todo, allí donde se podía esconder de los demás, incluso, de sí mismo, allá donde se convertía en un bulto que llegaba a pasar desapercibido, que nada llamaba la atención, que nada exigía, que sólo movía insistentemente la cucharilla y sorbía el café a pequeños sorbos, en una de las ceremonias de la soledad en las que se regodeaba todos los días.
Cuando acabó, se limpió la comisura de los labios con una servilleta de papel, la arrugó y la guardó dentro de la taza. Su vida también se había ido arrugando. ¿Qué fue de ese joven que soñaba la conquista del mundo? ¿Qué fueron de los ideales que defendía con ardor? ¿Qué fue de sus risas, qué de sus palabras? Quizá fueron arrastradas por la misma escorrentía que se llevó las caricias y los besos, las miradas tiernas, el calor de otro cuerpo. Quizás quedaron sepultados en la misma fosa dónde fueron a parar los amores que le quisieron y la juventud que encendía su hogar.
Su vida no había sido lo que hubiera querido ser, las renuncias a sus sueños, esos de los que siempre quedó el depósito de tristeza donde años atrás estuvo la confianza. No fue como quiso haber sido, la certidumbre de que sería una persona comunicadora dio paso a la aplastante realidad del silencio. De los silencios circundándole día y noche. De los silencios atronándole la soledad. De los silencios hechos cuerpos en cada uno de los enseres de su casa, aquella donde se había ido a vivir en el momento en el que su vida en común se agotó, en el que él mismo se agotó y perdió a la mujer que quería y al hijo que justificaba su transitar de cada día. No reprochaba nada, nunca lo hizo, fue su fracaso, el de su persona, el hundimiento total de una esperanza, desde entonces sólo arrastraba los jirones de lo que fue una ilusión con los que tejía cada noche sábanas de añoranza, con las que dormía. Y también lloraba. Nunca se le agotaron las lágrimas, quizá era el único indicador de que continuaba vivo.
Una muchacha, mujer ya, se le acercó a retirarle la taza. ¿Desea algo más? ¿No gracias? Casi no la miró y sin embargo algo se le removió dentro. Un recuerdo agazapado que nunca se había ido. Una casa, la suya. Una muchacha, casi niña todavía pero con una madurez impropia de su edad, hecha quizás de secretos, de intensidad en las vivencias, de alegrías y dolores anticipados; unas miradas, unas pocas palabras, una complicidad que llegó de modo natural y un nombre que se quedó grabado, que incomprensiblemente para él fabricó su nido y comenzó a parir fantasías, sueños, muchas quimeras.
Como muy escasas veces hacía, levantó la mirada y la siguió con ella. Se movía de mesa en mesa sorteando sillas y clientes, recogiendo vasos y limpiando mesas. Acudiendo a la barra y entrando en la cocina. Siempre con una sonrisa en la boca, a menudo se trataba de una media sonrisa, pero nunca artificial y hueca, siempre inteligente. Esa sonrisa. Conforme la miraba cada vez iba reconociendo más los gestos, el caminar, le parecía la misma niña hermoseada por una juventud madura. Los labios, las manos, el contorno de sus pechos, la risa que a veces se le escapaba y la voz, la voz que llegó a sus oídos, masajeó el tímpano, y la vibración de éste alborotó la cadena de huesecillos posteriores y estos terminaron alborotando a su vez los recuerdos. Y sintió latir el corazón.
Ella se encontraba tras de la barra fregando unos cacharros y, como en un descuido, levantó la mirada y la fijó en él. Fugazmente y fugazmente las dos miradas se encontraron, y fugazmente el pensó, el deseó, el sintió pánico, de que le hubiera reconocido. Y le volvió a mirar también fugazmente cuando fue a servir la siguiente mesa, y después cuando cobró en la otra, y otra vez cuando volvió de la barra de recoger otro servicio, y otra y otra y otra, y fugazmente, muy brevemente, casi a escondidas, cuando desvió su mirada de los vasos que estaba colocando, le sonrió. Fue un segundo, casi unas décimas de segundo, suficientes para que el mundo estallara en él.
Allí se mantuvo él hasta que la tarde fue decayendo y en el exterior se fue encendiendo el alumbrado público, permaneció mientras que la clientela se iba renovando. Allí permaneció, frente a esa mesa vacía y con la mirada en alto, siguiendo con ella a aquella persona que, sin decir nada, reclamaba su atención. Ella mantuvo su sonrisa en su ir y venir constante, consciente de que era su punto de atención. Eso le gustaba. Se sentía mujer entre ese trajín que a diario la empequeñecía. Sentía la plenitud de sus curvas, como si su cuerpo se hubiera magnificado con el examen al que estaba siendo sometida. Sentía, una vez más, que su propio pensamiento era atrapado al vuelo y que una comunicación se estaba abriendo a través del silencio.
Llegó la hora del cambio de turno y ella, sin abandonar la sonrisa, se fue acercando a su mesa. El corazón subió a su garganta, sentía que casi hubiera podido tocarlo con sus dedos, y se le aceleraba desbocado, una experiencia sensorial que parecía condenada a los excesos de la adolescencia. ¿Qué hacía esa ruina así?
Hola. Hola. Me alegro mucho de verte. Yo también. Pura formalidad arropando el frenesí que ponía patas arriba todo su interior. Cuánto tiempo, ¿verdad? Sí, mucho tiempo. ¿Qué tal te va la vida? Bien. Llevaba la mentira cosida a la boca. ¿Estás casado? Me separé. ¿Y tú? Yo también, perdona, yo sí estoy casada, no me he separado. Me alegro. ¿Vienes con frecuencia por aquí? Todas las tardes, no te había visto antes. Es mi primer día, antes trabajaba en otro lugar. El silenció taponó todo lo que había por decir. Bueno, me tengo que ir, me esperan en casa. Claro. Nos veremos entonces. Sí. Tendemos ocasión de charlar… si quieres. Claro que quiero. Tendremos cosas que contarnos. Muchas. Bueno, pues… hasta mañana entonces. Hasta mañana. Ella se levantó y le alargó la mano, él, torpe, se la quedó mirando y sólo  después de algunos segundos reaccionó y se la estrechó. Ella le sostuvo la mirada y entonces se agachó y besó sus mejillas. Él notó su corazón palpitar, ¿o era el de ella? Cuando se retiraba, él murmuró algo. ¿Qué? Que me alegro mucho de verte y de que trabajes aquí. Sonrió y se dirigió hacia la salida. Contempló su espalda y sus caderas mientras se alejaba. Esa noche casi no pudo dormir, con los ojos abiertos en la oscuridad de su habitación se dedicó a acariciar parte de su pasado.
La historia es sencilla. Una casa de vecinos. La vivienda donde él habitó unos años una vez casado. Unos encuentros. Unas miradas. Unas sonrisas. Una adolescente que había madurado pronto. Un joven con la soledad siempre a cuestas. Unas palabras. Algunas conversaciones. Una amistad que se fue fraguando. Cierta intimidad. Y ya está. Nada más. Y muchos años después de distancia sin saber uno del otro. Y una huella que perduró nunca supo bien porqué. Que perduró, sin más recompensa que la propia marca, que el propio placer de su recuerdo. ¿Es comprensible todo lo que ocurre en la vida, las razones por las que una persona se impregna de otra? ¿Es posible someterse siempre al dominio de lo racional? ¿Todo tiene explicación? ¿Todo tiene medida?
Llegó con ansiedad, pero frenó sus pasos a las puertas del establecimiento. Entró como si nada, como si todo fuese igual, como todos los días, como si la cucharilla, el café, el azucarillo, no hubieran desaparecido de su vida; como si ese espacio le fuera igual de indiferente, como si todos los rostros le siguieran siendo anónimos. Antes de entrar ya la estaba buscando. Ella volvió su cabeza al oír abrirse la puerta. También se encontraba esperando el momento.
Hay muchas vidas en una vida, vidas en la oscuridad del secreto, caminos que pudieron hacerse y que sólo se siguen transitando en el pensamiento, sueños recurrentes, deseos sin cumplir; otros yos aguardando la oportunidad que a menudo nunca llega. Múltiples brazos de un candelabro arropando a una vela principal y cuyas candelas están esperando a lucir, unos segundos, unos días, la vida entera, que una mano se acerque y las encienda y duren sin consumirse, sin agotar el sueño ni gastarse a sí mismas, sin que la realidad les pase factura y las apague bruscamente de un soplido. Eso les pasaba a los dos, de maneras diferentes pero ambos esperando a recuperar un yo que yacía en el fondo de sí mismos.
Cuéntame qué ha sido de tu vida, le espetó de sopetón cuando acudió a sentarse junto a él. Quedó sorprendido, ¿cuánto tiempo hacía que alguien se interesaba por él? ¿Cuánto tiempo hacía que no hablaba de sí mismo? ¿Por qué te has separado? ¿Cómo lo has llevado? ¿Tienes hijos? Antes de poder elaborar su primera respuesta ya se encontraba sometido a un interrogatorio que le resultaba embarazoso. Y esa cuchilla le abrió en dos, en canal, y acostumbrado como ya estaba a comunicarse a través de oraciones muy simples, reduciendo al mínimo el acto de comunicar se vio espoleado por los ojos de ella a recuperar el uso de las oraciones subordinadas, a la apertura constante de paréntesis, a que no hicieran falta más preguntas para que él disfrutara del acto de compartir, poco a poco se fue desbocando en una sucesión de informaciones primero, de reflexiones más tarde, de confidencias después; mientras ella le miraba y esa mirada le desarmaba, le despojaba de la coraza que le había acompañado durante años. Su media sonrisa, su actitud de serenidad y receptividad le decía: tranquilo, sonríe, no sufras, desahogate.
Ella, mi hijo, yo, no he sido el que quería ser, mi culpa, mis sueños, mis pesadillas, mis errores, mis deseos. Cada palabra pronunciada era un nuevo alivio, un fardo del que se descargaba. Aquella niña que conoció cuando él entraba en la madurez era hoy la mujer que le guiaba de la mano en su propio reconocimiento. Era ella hoy la persona adulta que acompañaba al niño en el transito de la oscuridad a la luz. Fue haciéndose consciente de un sentimiento confuso que surgió en su interior al verla y que no terminaba de identificar, el de que esto iba a ocurrir e iba a ser desencadenado sólo por una mirada.
Al día siguiente ella se acercó, con la bandeja en la mano y un trapo en ella, para limpiarle la mesa. La mesa ya estaba limpia, no obstante cogió el paño, realizó unas leves pasadas sobre la mesa y al retirarlo quedó al descubierto un sobre. Como si nada especial hubiese ocurrido le preguntó qué deseaba tomar y después se retiró. Él lo tapo con la palma de sus manos y con el corazón golpeando en su pecho y los dedos temblando lo guardo en un bolsillo de su chaqueta. Le fue imposible despistar su pensamiento de ese pedazo de papel que parecía haber adquirido vida propia pero fue incapaz de leerlo. Sentía las miradas de todos fijas en él, descubierto el delito, acorralado el delincuente. Aquella tarde ella no se sentó a su lado, la vio marcharse sólo con un levísimo gesto de despedida, casi imperceptible, de tal manera que llegó a dudar de que fuera real y no una mera figuración suya. Sólo se atrevió a abrirlo cuando la intimidad de su casa le aportó la seguridad suficiente.
Una disculpa, la esperan en casa y no puede retrasarse todos los días, y su parte del compartir. Después de las primeras preguntas que salieron al tropel como si se agolparan en su boca pugnando por salir, se mantuvo callada, escuchando, ella era el oído, él era la boca, un reparto de papeles impensado momentos antes. Contaba lo que había sido su vida desde que perdieron el contacto, lo que era, una vida razonablemente feliz, un hombre que la quería y al que quería, y unos hijos que le aportaban la ilusión que a veces parecía querer escurrírsele por los poros de su piel. Por último, una confesión, se había alegrado mucho al haberlo encontrado. No lo había olvidado, pero la vida sigue a pesar de las ausencias y éstas se hacen pequeñas con el tiempo, aunque a menudo ese espacio más pequeño aumenta su densidad, mantiene toda su materia, a la espera del Big Bang. 
Y así fue el acontecer de los siguientes días, una sucesión de escritos y cartas dejados distraídamente sobre la mesa al limpiar, debajo de la factura de la consumición, un roce de dedos en el intercambio, una lectura con avidez en el autobús de vuelta a casa, una relectura una y otra vez tendido en la cama o encerrada en el cuarto de baño. Un ir y venir de palabras impresas, un lento desmenuzar del pasado, un intento de recuperar el tiempo perdido, de conocer de nuevo a esa persona extraña que recuperabas, de llegar al fondo del otro. Palabras, palabras, palabras diseccionado al otro, diseccionándose a sí mismo.
Y las ceremonias fueron cambiando, fueron otorgando sentido a las rutinas, trascendiendo su sentido más allá de ellas mismas en la medida en que éste desembocaba en otra persona. El sentido de sentarse en aquella mesa, como tantas veces había hecho antes por hacerlo, era la carta que esperaba; el sentido del café era la que él iba a entregar. El sentido de las horas gastadas sin más ante aquella mesa, era contemplarla: el mechón de pelo sobre su frente, la sinuosidad de su cuerpo, las comisuras de sus labios ligeramente elevadas en una media sonrisa que a veces parecía adoptar una expresión un tanto pícara, sus largos dedos moviéndose ante él. Y más, todo intervalo del día entre esos momentos cruciales se fue tiñendo de otros tonos, fue pigmentando esa vida desde los grises permanentes hacia otros colores. Fue cambiando su forma de mirar y la llama de la vela que tenía casi olvidada fue encendida para durar.
Renunció al café, pidió una copa de brandy. Ella le había prometido que tendría un tiempo para él aquella tarde después del trabajo. Le sonrió con ironía cuando le oyó pedir la bebida alcohólica. Aguardó con impaciencia el momento. Impaciencia y nervios, casi había olvidado como comportarse ante una mujer, temía su torpeza congénita, padecía una cierta venustrafobia que le provocaba sudores, escalofríos y taquicardias simplemente con la perspectiva de tener que enfrentarse a una mujer hermosa y ese miedo se había ido incrementando con los años de aislamiento social que habían transcurrido tras la separación. Pidió una nueva copa no supo bien por qué, más que darle confianza le llevó hacia el aturdimiento; quizás era eso lo que buscaba, anestesiar su ánimo, embotar los filos de la espera. Las horas transcurrieron mucho más lentamente de lo normal de la misma manera que ella le parecía mucho más hermosa (y peligrosa) de cómo habitualmente la percibía. Por momentos tenía la tentación de salir huyendo de allí, escabullirse, volver al anonimato. La palabra escrita todavía podía otorgarle cierto halo de misterio, alguna capacidad de seducción, pero temía que el encuentro cara a cara lo dejara al descubierto en toda su insignificancia, el hombre desdichado y sin recursos que era.
La vio salir de dentro, pantalones blancos, una generosa blusa negra con dos finos tirantes y un bordado vegetal en blanco, una fina cadena de plata al cuello y un amplio bolso colgado al hombro. Casi sin respiración la vio acercarse a él. ¿Nos vamos? Atónito, se levantó de golpe y comenzó a andar tropezando con una silla. Juntos se dirigieron a la salida. Pensaba que todas las miradas se encontraban fijas en ellos, escuchaba los comentarios hechos y por hacer, leía los pensamientos que pudieron haber sido pero nunca existieron. Caminó detrás ligeramente desorientado, casi como un perrillo faldero, con sonrojo y azoramiento, sorprendido de la iniciativa de ella, dominando la situación, sin importarle que la vieran salir con un cliente, precisamente con aquel cliente extraño que pretendía permanecer ajeno a todos y al que, por ello, todos conocían. Y echaron a andar, pasearon primero sin un rumbo fijo, se sentaron después en el banco de un parque cercano y la fortaleza de miedo de la que se había pertrechado se fue desmoronando y con el lenguaje se fueron espantando fantasmas y exorcizando demonios, y con el verbo llegó la calma. La noche se había echado. ¿Dónde vives? Le preguntó fijando sus ojos en los de él. Te acompaño hasta tu casa. Era otro al que no reconocía, era el otro que siempre quiso ser, tenía el convencimiento de que todo iba a cambiar sin que de hecho nada cambiara, nada iba a volver a ser igual aunque todo fuera a continuar, había sido ungido de óleo sagrado y nadie podría ya arrebatarle esa dignidad.
Llegaron a la puerta de su vivienda y bajo el dintel, no está claro si fue ella la que le besó a él o él el que le beso a ella. Qué más da. Qué más da si después llegaron o no abrazos y besos, qué mas da si las manos de uno buscaron o no el cuerpo del otro, qué más da si hubo calma o frenesí, si palabras o gemidos, si un adiós o un ahora, para él sólo importaba la certidumbre de que había reiniciado, de repente, la vida.