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miércoles, 28 de marzo de 2012

CELIA Y ROSARIO


Se acomodó el jersey y la falda antes de llamar y pulsó el timbre. El día anterior había visto un anuncio en el supermercado solicitando una mujer para el cuidado de una anciana, se apresuró en llamar al teléfono que se indicaba y allí estaba, a probar suerte. Llevaba unos meses en España, en Ecuador había dejado a su hija de tres años y desde que llegó no había parado de ir y venir de un sitio a otro. No soñaba con hacerse rica, sencillamente esperaba encontrar a alguien que le diera trabajo, para poder comer y enviar dinero a su familia, y un sitio para dormir. Sabía que lo iba a pasar muy mal, que no iba a tener papeles y que no iba a poder salir a la calle, a un sitio público, porque la Policía le podía identificar y expulsarla. Pero aun así, tenía que intentarlo. Desde entonces solo salía de su habitación en contadas ocasiones y, casi siempre, en busca de trabajo. Cuando la puerta se abrió un hombre de cincuenta y tantos años le preguntó qué deseaba.
-       Vengo por lo del anuncio.
-       Ah, sí. Me lo dijo mi mujer. Pase.
Celia quedó esperando en el pasillo mientras aquel hombre fue a buscar a su esposa. La casa olía a años, esa impresión que queda en el olfato mezcla de muebles viejos, personas ancianas y lugar cerrado. Celia aguardó de pie, en el silencio de la casa, ojeando cada uno de los muebles que había en la entrada. Un gran espejo antiguo con marco en madera tallada y dorada, un gran perchero de pared con varios rostros tallados en él, un gran aparador de cuatro cajones, un sillón de tapicería gastada y un paragüero de latón. Todo aquello daba sensación de riqueza y descuido y le hacía sentirse todavía más cohibida de lo que lo estaba al llegar.
Llegó la señora de la casa, enjuta, seria, formal. Se presentó. No le dio la mano ni, menos aún, la besó. Los siguientes minutos fueron un interrogatorio. Nombre (Celia Jiménez), nacionalidad (ecuatoriana), edad (treinta y cuatro años), situación familiar (viuda con una hija y una madre en su país), referencia (está acostumbrada a cuidar personas enfermas y mayores), situación legal en España (sin papeles). Yo no sé nada. Nunca me lo has dicho. ¿Sabes cocinar? (me he pasado la vida haciéndolo) ¿Cuándo podrías empezar? (cuándo usted quiera) Las condiciones serían alojamiento, manutención y quinientos euros al mes para gastos, ¿de acuerdo? (Sí) Empezarías mañana por la mañana (Cuando usted diga). Se me olvidaba, ¿sabes leer? (claro) Te dejaré en la mesa de la cocina unas hojas c con instrucciones. Cualquier duda me la preguntas cuando venga. Ven, te presentaré a mi madre. La siguió pasillo adelante hasta una habitación que se encontraba al fondo. Se llama Rosario. Se encuentra bien, solo las cosas de la edad, tiene noventa y un años, la cabeza es lo que algunas veces se le va, pero no da problemas, nosotros vendremos por aquí al menos una vez a la semana, te dejaremos nuestro número de teléfono para cualquier urgencia. Confiamos en ti. En el cuarto una cama, armario, aparador y espejo y una mecedora situada de cara a la ventana en la que se hallaba sentada la abuela.
- Mamá, ésta es Celia, va a vivir contigo y te va a cuidar- la anciana ni se inmutó, continuó con un ligero movimiento de la mecedora y con la vista en el exterior.
- No oye bien. Tampoco habla mucho. No te va a dar un ruido.
Le enseñó la cocina y la habitación en la que ella dormiría, después el resto de la casa. Todo el mobiliario seguía la misma tónica que el de la entrada. Años y soledad acumulados en él y en las fotos, la gran mayoría antiguas, que se distribuían por encima de los muebles.
Quedó sorprendida de lo rápido que se desarrolló todo. Todo fue tan fácil. Todo tan sospechoso. A la mañana siguiente, a la hora convenida en punto, cargada de sus escasas pertenencias, estaba allí. En cuestión de minutos se encontraba ya cerrando la puerta tras la señora. Fue entonces mucho más clamoroso el silencio. Le asaltó la indecisión, por unos minutos no supo qué hacer, quedó allí clavada, apoyada en la puerta, como esperando que las paredes se le vinieran encima de un momento a otro. No podía permitirse la más mínima duda y se puso manos a la obra.
Desde los primeros intentos de aproximación a Rosario comprobó que no le iba a ser fácil comunicarse con ella. Su respuesta fue invariablemente el silencio y unas pocas miradas siempre a los ojos. Era una mujer dócil que se dejaba llevar adonde Celia quisiera, que miraba con escaso interés, pero miraba, los programas de televisión que le pusiera y en general se dejaba hacer sin problemas, se dejaba vestir y desnudar, respondía a las pequeñas demandas que se le hicieran, se dejaba lavar y comía, aunque poco y con desgana, las comidas que le hacía, el menú que su hija le había propuesto por escrito, sencillas comidas que no le suponían ningún problema. Ese parecía ser su futuro, una tarea tranquila y callada en la que tendría mucho tiempo supuestamente libre pero también mucha necesidad de comunicación. Lo que Celia no llegó a percibir fueron las miradas que Rosario le dirigía cuando sabía que no iba a ser observada, intentando quizás descubrir quien sería aquella mujer de mediana estatura y melena larga que ahora iba a ser su compañera.
Unos días después, tal y como se le había estipulado, Celia preparó la primera ducha de Rosario. Colocó en el interior de la amplia ducha una silla de baño. La desnudó, le puso un albornoz color crema para que no se enfriara y la llevó tomada del brazo hasta el cuarto de baño. Una vez que la dejó sentada miró con cautela la columna de ducha que tenía ante sus ojos, ese raro artefacto con el que los europeos parecen querer complicar un acto tan simple como es una ducha. Con desconfianza y  la alcachofa en la mano intentaba averiguar el funcionamiento de aquel aparato, miraba sus numerosos agujeros y las diferentes posiciones del mando. Santiguándose se decidió por fin, giró el mando y el agua salió, pero no por donde esperaba. Una buena ración de agua salió por la parte de arriba poniéndola toda mojada. Con el agua le vino un sobresalto y soltó un gran chillido que a la vez sobresaltó a Rosario. Y tras el grito, Celia rompió a reír, sin control, sin disimulo, pidió perdón por aquel comportamiento y siguió riendo, rió y  rió, se sentó sobre el bidé mientras el pelo le chorreaba y el agua se deslizaba por su cara, y seguía riendo y lloraba mientras reía. Pero algo aún más sorprendente le sucedió mientras lo hacía, con su propio ruido no había prestado atención a Rosario. Ella también estaba riendo, suavemente reía, reía, reía. Celia calló y se quedó contemplándola y escuchándola. Entonces, sin disimulo, la anciana giró su cara y la miró fijamente a los ojos con una sonrisa en el rostro. Y en aquel momento las dos rompieron a reír. Mientras enjabonaba y lavaba su cuerpo una se echaba a reír y arrastraba a la otra o era la otra la que lo hacía y arrastraba a la una. La hilaridad empezó a coser un nexo de complicidad entre las dos.
A partir de ese momento Rosario no ocultaba su mirada a Celia. A menudo volvía su cabeza cuando ella entraba en su habitación, le miraba a los ojos cuando se dirigía a ella y cuando le daba de comer. Un extraño diría que aquel cruce de miradas sostenido representaba un pequeño romance entre las dos. Aun así Rosario seguía comiendo poco y con desgana.
-       Una más – insistió Celia acercándole la cuchara a la boca. – Mañana le voy a hacer una comida de mi tierra y que me escriba la señora lo que quiera. -La anciana pareció asentir o al menos eso quiso imaginar ella.
-       ¿Le parece seco de gallina? Pero no se lo cuente a su hija- Celia primero y Rosario después, rompieron a reír ante aquel último comentario.
El seco llegó y la gallina y el arroz sucumbió hasta el último grano. Celia disfrutaba satisfecha con cada uno de los bocados y Rosario parecía regalarle cada momento en el que abría la boca.
-       Otro día se lo haré de chivo.
Transcurrieron los meses. Las visitas del matrimonio, que en un primer momento se atuvieron a lo convenido. Una a la semana. No más. Poco a poco se fueron espaciando, no se sabe si porque la confianza en Celia aumentó o las costumbres se relajaron porque en el fondo nunca había habido verdaderos deseos de que llegaran a serlo. El tiempo, dentro de su monotonía, fue pasando la lógica factura a la nonagenaria, cada vez se la veía fatigarse con más facilidad, tenía que pasar más períodos encamada, con los ojos cerrados como recobrando fuerzas para poder volver a abrirlos.
Una noche, Celia despertó sobresaltada ya que parecía haber escuchado un lamento. En efecto, desde la habitación de la abuela parecía oírse un llanto. De un salto se echó rápidamente al suelo y en camisón fue hasta allí, Rosario temblaba y lloraba desconsoladamente.
-       ¿Qué le ocurre señora?- Se sentó en su cama y le cogió las manos, pero la anciana no pareció darse cuenta de su presencia. Tras unos segundos de vacilación, se tumbó a su lado y abrazándola la apretó fuerte contra su pecho. Con una mano la sujetaba y con la otra le acariciaba el cabello. – Ya pasó, ya pasó, ya estoy aquí yo – le repetía con suavidad. Poco a poco los temblores fueron cediendo y el llanto fue quedando en sollozos entrecortados cada vez más espaciados. El sueño las fue tomando a las dos y así quedaron hasta que el día las descubrió.
Dormir juntas las dos se convirtió en una costumbre. Rosario buscaba a menudo el pecho de Celia para sentirse acogida y segura, se dejó ir hacia sus años de infancia con agrado y sin remordimientos. A Celia le permitió rememorar las sensaciones que le producía una chiquilla que le esperaba más allá del océano. Los días fueron complicando la respiración de la anciana, cada vez mas dificultosa, más irregular. Fue entrando en un estado casi permanente de somnolencia solo interrumpido por breves momentos para comer livianamente. Breves momentos que fue llegando un tiempo en el que quedaron reducidos casi a la nada. Tiempo en el que Celia creyó necesario avisar.
Llamó al teléfono que le habían dejado apuntado, los timbrazos se sucedieron pero nadie descolgaba hasta que saltó un contestador. Señora, su mamá no está bien, creo que sería bueno que viniera. Colgó  y volvió con Rosario que entreabrió levemente los ojos por unos instantes al oírla entrar. Celia pasaba la mayor parte de su tiempo sentada al lado de la cama con la mano de la anciana cogida. De vez en cuando bebía algunos sorbos de agua cuando le ponía el vaso en los labios. Las horas del reloj transcurrían sin que nada cambiara. Nadie acudía a la llamada. La cama, la enferma, la silla, la mano, la amiga. Cuando la noche se acercó Celia lo volvió a intentar y de nuevo se enfrentó al contestador. Señora, perdone que le moleste, su mamá no se encuentra bien, sería necesario que viniera por aquí. La noche transcurrió sin otra modificación que el transcurrir de las manecillas del reloj y esa respiración cada vez más costosa. Con el nuevo día, Celia lo intentó una y otra vez. Señora, su mamá no está bien. Llamadas sin respuesta alguna. Fue consciente en toda su crudeza de lo que representa encontrarse en un lugar ajeno, de lo que casi nada conocía, donde se encontraba sin capacidad de maniobra, sintiéndose una inútil, sin otro teléfono al que acudir que aquel muro infranqueable con el que una y otra vez se topaba. Señora, su mamá no está bien le repetía una y otra vez a esa voz neutra del contestador que nada le respondía y a la que nada le importaba. Sentirse extraña, sentirse sola, sentirse presa. Rosario buscaba su mano cada vez que la oía sentarse a su lado. Agua, las pastillas de siempre que nada parecían hacerle y prodigarle cuidado y cariño, solo eso era capaz de hacer. Solo eso, ella sola. Sola. Los días pasaron. Señora…
Al borde del derrumbamiento, al borde de que aquella respiración se transformara en un gemido, en un lejano quejido, o así lo vivía ella, cuando cada silencio se le convertía en un grito de ayuda, cada inspiración en un gesto con el que agarrarse a la vida y cada espiración en un abandono a la muerte, por entonces, días después, tras muchos inútiles “señora…”, se oyó la puerta de la entrada. Él y ella entraron en la habitación. ¿Qué ocurre Celia?. Ninguna disculpa, ninguna explicación, como si todo fuera normal. Te espero en el comedor, fueron las palabras del marido. La hija se sentó en la silla al lado de la cama. Celia permaneció, en un segundo plano, a sus pies. Mamá, le dijo colocando su mano sobre la de ella. No hubo respuesta alguna, no abrió ni siquiera levemente los ojos, ni el más pequeño músculo pareció responder a la llamada. Tráeme un vaso de agua, ordenó a la criada. Celia fue a la cocina a por ello. Se oía al marido hablar por el móvil. Si no fuese por nosotros todo se iría al carajo, la verdad es que estamos gobernados por inútiles. Cuando le entregó el vaso lo bebió casi hasta la última gota, dejándolo con un sorbo en la mesita de noche. Mamá, insistió. Un minúsculo sonido pareció salir de la garganta de Rosario. Parece que quiere decir algo, se extrañó su hija. ¿Quieres algo mamá? Rosario volvió a emitir un susurro indescifrable. No te entiendo mamá, ¿qué estás diciendo? La madre repitió ese ruido inarticulado y a la vez retiró su mano de debajo de la de su hija y pareció buscar con ella algo en el aire. ¿Qué quieres mamá? Colocó su oído pegado a la boca de la anciana y ésta repitió de nuevo aquel murmullo. Creo que dice tu nombre, creo que te llama. Celia se acercó a la anciana. ¿Qué quiere, señora? Esta continuaba buscando algo allá por donde escuchó la voz. Entonces Celia acercó su mano a la de ella, como entregando el tesoro buscado. Rosario la cogió con fuerza y la depositó sobre la cama, con ella bien cogida pareció tranquilizarse. Estoy aquí señora, estoy aquí. Celia se sentó con ella al borde de la cama tranquilizándola. Estoy aquí, con usted, no me he ido. Se diría que los ojos de su hija se humedecieron.
Y la vida se deslizó hacia su final, sin más pretensión que llegar a él, tranquila, calladamente, sintiéndose protegida por quien realmente es indispensable para ella, para nacer y también para morir.

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