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domingo, 25 de marzo de 2012

RECUERDOS DE MI ÚNICA CASA



A mi amigo Aldo, cuya gran humanidad está hecha toda ella de emoción y que se dedica a ir por el mundo contagiando una y otra, de la presentación de su libro Recuerdos de mi única casa.

Recuerdo de mi infancia el juego del Rescate, seguramente muchos de vosotros también los recordáis. Se trataba de un juego de calle, en aquellos años en los que esta era una prolongación de la casa. Tomábamos posesión de ella hasta que muy de vez en cuando el paso de un coche, muy raramente, nos obligaba a hacer un alto en el juego y, generosamente, dejarlo atravesar nuestros dominios. Nos dividíamos en dos grupos, uno de ellos el de los policías y otro el de los ladrones, uno el de los perseguidores y otro el de los perseguidos. Los atrapados de estos últimos iban formando una cadena agarrados a una farola, a una ventana, a un banco y el juego consistía en que los primeros lograran atrapar a todos los rateros o bien, estos, consiguieran rescatar a todos sus compañeros capturados. Yo siempre fui un patoso, era lento y me caía con facilidad, por lo que la rara vez me atrevía a salir del espacio que nos estaba reservado y nos otorgaba seguridad, con frecuencia sentía el aliento en el cogote de mi perseguidor y mi corazón desbocado por el esfuerzo y el nerviosismo. Cuando conseguía regresar a salvo, habitualmente sin haber podido rescatar a nadie, pero libre mi pellejo, siempre recordaré el grito exultante que profería al llegar al espacio en el que mi perseguidor tenía prohibido entrar. Exclamaba, en ese momento, con todas mis fuerzas: ¡CASA!
Era solo un juego inocente del que no era consciente y, sin embargo, muchos años después cuantas veces me he acordado de aquel, ¡CASA!.
¡CASA!
Del profundo significado que contenía.
En mis años de profesión docente cuantas veces me he encontrado con niños y niñas que no tienen la oportunidad para exclamar con esa alegría esa palabra. ¡CASA! Cuantos hay en este mismo momento, lejos de nosotros, completamente ignorados, absolutamente desapercibidos, que desconocen ese sentimiento.
¡CASA!
La casa es el lugar donde nos sentimos a salvo, donde somos nosotros mismos. El espacio que hemos hecho nuestro tomando posesión de cada uno de sus rincones, espectadores y  actores de la tragicomedia que cada día se escenificaba allí. El espacio que nos ha hecho suyos, cargándonos de sus olores y de sus ruidos, de sus luminosidades y de sus sombras, todos ellos agazapados en la memoria a la espera de enseñorearse en ella a la menor ocasión. Recuerdo el poema de Mario Bendetti, Otro cielo, y qué puede haber más parecido al cielo que nuestra casa, que nuestra única casa, aquella a la que podemos nombrar con el corazón trotando al galope tendido, con la ansiedad del niño que aguarda su premio, con la inocencia de la mirada capaz de transformar grietas en ventanas luminosas, las goteras en el lugar mágico en el que nace la lluvia. Porque, aunque pudiéramos lavar, arreglar, transformar, todas sus quebraduras, siempre nos faltaría ese telón lleno de remiendos que era el techo, las rendijas por las que se colaban mariposas, lagartijas y vecinos, el cauce del río en que crecimos, esa casa convertida por la noche en estrella. Esa otra, limpia, aseada, arregladita, perfecta, nunca la sentiremos como nuestra, como en la que crecimos, nos hicimos, soñamos y despertamos. La casa que perdimos y que siempre está con nosotros, como siempre se encuentra con nosotros el niño que fuimos en ella, la fuerza de las imágenes grabadas en nuestra retina y las emociones vividas allí.
Y la casa también era la calle, que no era sino una sola casa grande, donde la gente ríe, sueña e inventa; donde no hay historia que no sea compartida, donde cualquiera sabe el día exacto de tu cumpleaños y en las noches de tristeza son más los hombros que las lágrimas. Yo también recuerdo una calle parecida. Una prolongación extensa de mi casa en la que yo jugaba a ser mayor, tontamente ilusionado en el gran futbolista que sería mientras golpeaba torpemente con el pie ese balón desinflado o jugaba al escondite, “Ronda, ronda, quien no se haya escondido que se esconda”, hasta que mi madre se asomaba a la puerta de nuestro pequeño jardín y gritaba ¡Jesús! y un eco de jesuses (jesús, jesús, jesús, jesús…) se iba trasladando hasta que llegaba a mí y yo iniciaba una carrera hasta mi casa.
¡CASA!
Esa casa eran los otros, aquellos con los que fuimos, aquellos que nos hicieron. Llevo a mi casa siempre conmigo, porque los llevo incorporados a mí, el niño que fui y soy. Llevo en mí todas las edades y con ellas a las personas que las habitaron impresas en mi memoria. Los que siguen viviendo en mí. Fantasmas amigos que me acompañan en los momentos en los que me siento solo ante una ventana observando la lluvia, cuando me pongo a cocinar saboreando ya el instante de llevarlo a la mesa y escucho los consejos de mi madre, su figura de matrona, componiendo con sabiduría una sinfonía culinaria.  Esa familia extensa que hoy me acompaña cuando la casa se me viene abajo de silencio.
Pero la casa es, especialmente, la familia, lo que fuimos, somos y seremos, aunque sea encallados en un mar de contradicciones: el lugar de la ternura y el lugar donde salen los demonios; del que huir y al que es necesario volver; de donde queremos escapar y el que siempre llevamos con nosotros; en el que aprendimos a ser hombres, de lo que no nos dimos cuenta hasta que lo fuimos; donde aprendimos el odio y el perdón; donde empezamos a descubrir las miserias y las grandezas; de donde salimos cargados de orgullo y donde la vida se fue encargando de dotarnos de humildad. Donde aprendimos a amar y aprendimos también lo difícil que es amar. Donde aparecieron nuestros primeros héroes y villanos, y donde hemos ido descubriendo que todos tenemos un poco de ambas cosas. El lugar de donde somos y el que llevamos marcado a fuego en nuestro ser aunque nos empeñemos en ocultarlo. El del sueño y el de la pesadilla. La referencia que tenemos para el placer sosegado y para el dolor intenso; para reencontrar la inocencia perdida o sufrir una culpabilidad desgarradora. El recuerdo que nos hace llorar con un corazón desparramado. 
Recuerdos de mi única casa es un ejercicio contra el olvido porque el olvido es ingratitud y desprecio, por eso este libro se encuentra escrito desde la gratitud, y, si ha sido necesario, desde el perdón. Escrito con la ternura que Aldo aprendió y desde la oralidad en la que creció. Una recuperación de los olores y de los sonidos, de los rostros y de las voces. Un tributo a los otros. Un reencuentro con ellos, la madre, fabricando, después de la lluvia, el espejo por donde caminaban, con el abuelo de nombre raro al que llamaban “papá”, con la abuela Nena, una brujita infeliz, con Uba, la abuela Julia; o con el abuelo Horacio, el “Almirante”; con la “Nana”, Martina Moreno; con Mayo y Mariquita, la sabia; con Nano, el barbero, y María, su mujer, que bordaba florecitas de rococó en las batas de canastilla; con Justa y Justo, que no eran ni arientes ni parientes; con Gaspar, el último Rey Mago; con Mundín, pregonando noticias; con Joseíto Villa; con Antoñica, la más vieja de todas las viejas; y sobre todo Meneses, ese lugar que está donde tiene que estar; y sobre todo, sobre todo, su padre, en un abrazo hecho con las palabras que él puso en su corazón, y que quedaron por decir, pero que moverá, con ellas eternamente su recuerdo.
Recuerdos de mi única casa, es transformar la vida en poesía. Aunque nada suele ser lo que uno sueña, algo ha de tener esa realidad cuando el río suena, algo que nos ha permitido soñarla así, algo que nos ha transmitido la magia para transformarla, para reírla y llorarla, para sentirla con todo nuestro cuerpo derritiendo ternura sobre las palabras. Es un canto a la memoria, esa que pidió a los Reyes Magos y que le fue concedida; esa que todos deberíamos ejercer, sin miedos ni rencores, sin pudor, esa memoria generosa que nos hace más humanos, que nos hace mimar la vida, curar las heridas y aliviar el dolor. El bálsamo de Fierabrás, que desde la ternura y la compasión, nos ha de curar todas las heridas. Ese que al beberlo nos va a permitir gritar con una mezcla de melancolía e ilusión: ¡CASA!
La letra en cursiva corresponde al libro de Aldo Méndez, "Recuerdos de mi única casa"

1 comentario:

  1. Enhorabuena, Jesús, por la presentación que haces del libro de Aldo. Y enhorabuena también para él porque es un verdadero maestro diciendo la vida con palabras preñadas de magia, de música y de poesia.

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