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lunes, 28 de mayo de 2012

EL BORRACHO


Con todo el respeto y afecto a las personas que sobreviven en este infierno dando una lección de dignidad.



Cuando yo era niño un borracho era una persona de la calle, alguien familiar con quien te encontrabas con frecuencia y a la que rehuías o de la que te burlabas en función de los amigos de los que te rodeabas y de los galones de hombría y miseria que te colgabas en el pecho. Eran personajes supuestamente sin hogar, al menos tú no te lo imaginabas, que marchaban por tu calle con un caminar titubeante, balanceándose de un lado a otro, que permanentemente hablaban solos y que a veces dormían la mona sentados en alguna acera, apoyados en el quicio de alguna puerta o directamente tumbados en el suelo. Quizás esa sensación de desahuciado nos permitía tranquilidad, eran sujetos fuera del orden de una casa, de tu casa, en la que una situación así no era posible, pertenecía a otro mundo distinto del tuyo en el que te sentías seguro una vez que lo traspasabas. Pero no era así, tu mundo es el suyo, sus riesgos son los tuyos, sus destinos también lo pueden ser.
En mi madurez este personaje era mi vecino y ese caminar titubeante lo hacía entre mis hijos, y te lo podías encontrar tumbado a la puerta de la vivienda o en el interior del portal, en esos casos nunca se dejaba levantar, emitía un leve gemido que podría interpretarse como una petición de que se le dejara en paz, dios sabe qué pretendía decir, si algo quería transmitir; sólo era posible levantarlo si acudíamos a ella, su mujer, que bajaba rauda, emitiendo algún lamento y que bastaba con su mera presencia para que él se dejara levantar pacíficamente y anduviera apoyándose en ella para subir hasta su hogar, que también lo tenía.
Desde fuera siempre te hacías esa pregunta, ¿cómo es el hogar de un borracho? ¿Cómo era la vida de ella y de sus hijos tras tantos años de convivir y cuidar a un alcohólico? El hogar que confundía con frecuencia cuando lo oías hurgar en la cerradura de tu casa y tenías que acompañarlo hasta la suya dónde ella siempre le esperaba, “dios, este hombre”, lo introducía en ella y lo sentaba en un sillón mientras él emitía confusos sonidos de protesta. ¿Cómo era su vida? ¿Cómo era la vida de una mujer trabajadora que al amanecer pasaban a recogerla para ir a trabajar, que se ocupaba de todas las labores del ama de casa y que soportaba en ella a un borracho con toda su sordidez y desdicha?. Así lo hizo hasta el último momento, a pesar de esa situación y del cáncer que le iba corroyendo, o quizás por esa situación, por la necesidad de ser el sustento de la casa, por la necesidad de huir, por unas horas, y poder olvidarse de lo que le esperaba allí, si uno puede olvidarse de ello. Esa era su vida desde hacía años.
El día de la boda estaba hecho un pincel, no era muy alto pero la flamante chaqueta negra y la camisa blanca con la corbata gris plateado le hacían parecer todo un señor a los ojos de ella, no muy agraciada, que se sentía gozosa ante la visión de aquel joven esposo que le abría ante sí todo un panorama lleno de felicidad. A menudo tuvo la tentación de culparse por las razones que pudieran haberle llevado a la bebida, cómo aquel joven alegre y comunicativo pudo convertirse con el tiempo en un deshecho humano. ¿Qué había hecho mal? ¿Qué lo había empujado a ese pozo sin fondo? Ella rió con él sus primeros tragos, aquellos que le hacían más dicharachero y ocurrente sin ser consciente del monstruo que agazapado se le estaba avecinando, le reprendía suavemente cuando le mentía acerca del número de vinos que llevaba en el cuerpo o por la velocidad con la que lo ingería. Aumentó su inquietud cuando empezó a beber por las mañanas necesitado de coger el punto adecuado para afrontar el día y ya era angustia lo que sentía cuando fue consciente de que la bebida se le había convertido en un hábito que realizaba en cualquier hora del día, un hábito solitario y cruel del que era incapaz de desprenderse y del que no era consciente, que aseguraba ser capaz de abandonar en cualquier momento pero que se había convertido en su dueño, cuando se dio cuenta de que vivía para beber, única y exclusivamente para beber, cuando vio que a su alrededor se iba produciendo el vacío y se iban quedando solos. Fueron años de noches en vela cuando él no llegaba, de desasosiego permanente cuando le veía beber mientras se hundía más y más en la ciénaga del alcohol, de inquietud cuando le veía salir por la puerta y de impaciencia cuando no llegaba, de tortura con las voces y el trato de ese hombre al que no reconocía, que no tenía nada que ver con aquel radiante joven con el que se había casado ni con aquel maduro soñado al que había prometido amor eterno. ¿Dejó de quererlo alguna vez? Es difícil definir con exactitud en qué consiste el amor, si hay un momento en el que se trueca en simple responsabilidad a la que una permanece encadenada, si era amor lo que la mantenía unida a él aunque hacía muchos años que dejó de ser la amante que se enamoró de él para pasar a ser una simple cuidadora, si es amor lo que te impulsa a aguantar los insultos de los momentos de borrachera, a limpiar sus vomitonas, a llevarlo a rastras hacia la cama, a cuidar que en la casa no hubiera ni gota de alcohol, a desnudarle en silencio cuando se orinaba y farfullía unas protestas incomprensibles, a salir cada día a trabajar con el corazón en un puño sabiendo que él deambulaba por la ciudad desde la mañana temprano sometido al vértigo de la bebida. Si es amor lo que te lleva amarrada a él en ese descenso permanente a los infiernos.

Aquella mañana, lo dejó encerrado en casa, dónde no era posible que llegara a encontrar una sola gota de alcohol, llevaba una temporada en la que había llegado a extremos desesperantes, un invierno especialmente frío en el que todos sospechábamos que podía suponer el final de ese hombre, tumbado en alguna esquina, escuchando pasar gente a su alrededor, hasta que se fundiera en un sueño definitivo sin posibilidad de retorno. Es por eso que ella marchó y lo dejó allí, cómo quizás ya había hecho otras veces, cómo quizás era la única manera de que él estuviera a salvo y ella tranquila. Pero aquella mañana él había decidido no encontrarse a salvo, había decidido la necesidad urgente de un trago que le permitiera trasladarse a ese estado de inconsciencia en el que era feliz, la necesidad imperiosa de salir. Aporreó la puerta, gritó, insultó, necesitaba abrir aquel muro que le separaba de ese trago, sólo un sorbo, por favor, huir de aquel encierro. En ese momento fue cuando se le ocurrió la idea genial, la única salida que tenía expedita, la terraza. Recogió las sabanas de su casa, las anudó torpemente, las ató a las barras de la barandilla y las dejó caer hacia abajo. Desmañado se encaramó a la baranda, se agarró a la hilera de sabanas que había construido e intentó bajar por ellas hasta el suelo. Pero sus manos no resistieron, sus brazos gastados le abandonaron y quedó convertido en un guiñapo mayor de lo que ya era rodeado de un charco de sangre, expuesto a la mirada aterrada y curiosa de toda la chiquillería.
Ella, por fin, había logrado el descanso merecido que nunca se había atrevido a desear, pero también había perdido la razón de ser de su existencia de tantos años, aquello que le había mortificado y también le había dado sentido, aquel que había odiado y querido a la vez, aquel que habría matado y se hubiera dejado matar por él. Quizás fue por eso por lo que se dejó ir, se abandonó sin más al cáncer contra el que había combatido, al que había mantenido a raya, al que no le permitía ni un solo zarpazo más que la debilitara. Dijo aquí estoy, soy tuya y se la llevó dos días después, precipitadamente, sin el tiempo que no quería para rehacer su vida, se la llevó al cielo de los borrachos donde mujeres como ella hacen de ángeles.   

sábado, 26 de mayo de 2012

EL HUNDIMIENTO



El mundo parece hundirse bajo nuestros pies y todas nuestras posesiones venirse abajo con nosotros. Todo parece desmoronarse, también lo que somos. ¿Dónde agarrarse para evitar el desplome? ¿Qué rescatar de esa hecatombe? Cuando uno se siente arrastrar hacia el sumidero todo se justifica, el “sálvese el que pueda” lo permite todo, el asesinato siempre será en legítima defensa, el robo recuperación de lo que es nuestro, seremos la unidad de medida de la justicia, la convivencia alzará sus murallas, la piedad será solo un sonido de un salmo identitario. Pero el derrumbamiento continuará, se perderá todo, también la cabeza, también la conciencia, también la dignidad.
Primero fue una grieta que nos preocupó un tanto pero a la que no le dimos demasiada importancia, luego vinieron los rumores que aumentaron nuestra inquietud, pero el piso lo seguíamos considerando sólido, los ruidos extraños que escuchábamos no debían generarnos nerviosismo; el lento crecimiento de la grieta no debía ser motivo de desazón; los quejidos que oíamos llegar desde el exterior no nos debían producir intranquilidad ni desvelo, nuestra residencia era segura. Pero el suelo terminó por resquebrajarse y cedió. Lo que nos rodeaba también nos arrastró, sin ello dejamos de ser lo que éramos, perdimos nuestra identidad. Recuperar la parte exige recuperar el todo, el ser exige el tener, para ser lo que seremos exige recuperar lo que fuimos. Incapaces de crear el futuro debemos recuperar el pasado.
Es ese sentimiento el que parece irse fraguando y con él la llamada a restablecer el statu quo. Dejemos las cosas tal como estaban, volvamos al estado natural, recuperemos lo que habíamos conquistado. Pero, ¿llegaremos a ser conscientes de que quizás ese estado es irrecuperable, de que no hay marcha atrás? ¿Alcanzaremos a discernir que quizás no es justo que así fuera? En manos de los sabelotodo de las recetas, ¿aceptaremos reconocer que la pregunta no es tanto el cómo sino el hacia donde?
Puede ser que confundamos el atrezo de la puesta en escena con el hogar en el que éramos auténticos, lo que creímos ser con la máscara que fuimos. Es el momento de la oportunidad para recrearnos o la ocasión para envilecernos desesperados por no dejarnos caer con el deseo explícito u oculto de que sean los otros los que se precipiten hacia el abismo. El caos en el que los discursos se confundan, en el que crezca el populismo, con la necesidad de creer en soluciones simplistas que nos mantengan la ilusión de que todo volverá a ser como antes, deberá ser como antes, caiga quien caiga que no sea yo. La hora del nacionalismo provincialista (¿alguno no lo es?), la hora de los chivos expiatorios, la de los golpes sobre la mesa, la de la xenofobia, la de la homofobia, la del Frente Nacional en Francia, la del Amanecer Dorado griego, ¿En España?
¿Seremos capaces de tener la frialdad racional suficiente para conseguir un esfuerzo intelectual creativo capaz de encontrar nuevas soluciones donde todos quepamos, también los que no cabían, los que fueron engañados, los que fueron despedidos a la cuneta? ¿Tendremos la sensibilidad necesaria para ello? ¿Habrá alguien capaz de elaborar este discurso complejo y difícil? ¿Habrá alguien capaz de escucharlo? Deslindar lo esencial (la educación, la sanidad, la cobertura social…) de lo accesorio y necesariamente prescindible para poder recrear la realidad y recrearnos a nosotros. La megalomanía que nos deslumbró, la sociedad sustentada sobre el artificio que oculta la nada y a la que todos hemos dado eco, la mitomanía que hemos forjado encumbrando a héroes falsos pero con los que nos hemos identificado y escandalosamente enriquecido, los abusos de poder que hemos tolerado ofreciendo nuestra cabeza. Hipnotizados por el aura del poder y sus oropeles unos los han disfrutado como recompensa "merecida" y otros hemos permanecido ciegos ante ello. Con mayor claridad o complejidad hemos confundido los privilegios con los derechos.
Dónde acaban los derechos adquiridos y dónde empiezan los privilegios. Si un aprendizaje deberíamos sacar de una crisis tan absolutamente global como esta, en la que los desequilibrios se desencadenaron mucho antes de que tuviéramos conciencia de ello y mucho más allá de donde los mercados nos venden, es que los derechos solo deben considerarse como tales aquellos que estamos dispuestos a compartir y a renunciar a parte para que sean extensivos. Si no es así no son derechos conquistados por nuestro ser y saber, sino privilegios, derechos concedidos, comprados, arrebatados a otros. No son derechos.
Este hundimiento y el proceso natural que mi vida me marca, me hace tener una mayor conciencia de la vida conservadora que he llevado, pretendidamente oculta bajo palabrería supuestamente transformadora. Que hemos llevado en general. Una vida privilegiada. Lamento mi actitud. No me arrepiento de ella por los frutos que me ha dado: mi mujer y mis hijos. Lo único verdaderamente fundamental para partir de cero, para no hundirme con el hundimiento, para conservar la fortaleza y la esperanza en un renacer, más limpios, más fuertes, más sabios, más libres, aunque quizás más pobres. No me arrepiento porque pretender conciliar el sueño de una vida diferente con ella y ellos es imposible, ficción. Son y solo pueden ser fruto de esa vida pasada. No hay vuelta atrás pero sí aprendizaje hacia delante.
Caídos los decorados se nos puede mostrar la vida tal cual. Venidas abajo las fortalezas tendremos la oportunidad de caminar. Gobernados por el cinismo y la hipocresía se nos da la ocasión de recuperar la rebeldía (si alguna vez la tuvimos) Destruidas nuestras corazas podremos tener el placer de ensancharnos hacia los demás. Desenmascaradas las inercias y las rutinas es la hora de desarrollar la inteligencia creativa y solidaria. El hundimiento puede ser esto, vislumbrar el horizonte despejado y comenzar a andar de nuevo, sin tener por qué haber perdido la alegría, la fe, la esperanza, la con-pasión, juntos la constancia y el deseo de crecer como personas en todas sus cualidades. ¿Qué más habremos de necesitar? No mirar atrás para no convertirnos, como Edith, la mujer de Lot, en estatua de sal.

sábado, 12 de mayo de 2012

UN DÍA EN LA VIDA DE TOBÍAS HELP


El día en el que murió su mujer quedó aterrorizado pues estaba convencido que no sería capaz de vivir sin ella, era consciente de que en las cosas de intendencia había sido un cero a la izquierda, había sido ella la que la que resolvía todos y cada uno de los problemas. Se sintió tremendamente asustado, una nulidad, el mundo se le hundió bajo sus pies, entonces le hizo la promesa de tenerla siempre presente y le rogó que por favor no le abandonara a su suerte.
Sus temores se confirmaron, aunque él no era del todo consciente del grado en el que su entorno se desmoronaba, cómo todo a su alrededor se ajaba y cómo él mismo se iba deteriorando a pasos agigantados.
Llevaba el pijama abrochado cojo cuando entró al aseo. Así lo había tenido toda la noche. Así lo tenía desde hace semanas pues se limitaba cada noche a entrárselo por la cabeza para evitar a sus torpes dedos el trabajo de andar uniendo botones y ojales.
 Orina en el váter y tira de la cadena. Coge el gastado cepillo de dientes y el vaso con señales de cal en sus paredes. Le tiemblan las manos mientras se cepilla torpemente la dentadura.
Salir de casa. La bata sobre el pijama, ten cuidado no te resfríes, las zapatillas. El niño de todos los días vuelve a reírse. Arrastra los pies. Coches, gente que va y viene. Alguien choca con él. Se tambalea. No ha podido verle la cara. Se apoya en la pared. Ruido. Zumbido en los oídos. Buenos días. No responde. Tropieza, está a punto de caer. Alguien le coge del brazo. Levanta la vista. ¿Quién es? Sonríe.
El dependiente de la tienda de ultramarinos le recuerda a su esposa. Que mujer tenía, como nos acordamos de ella. No había día que no nos hiciera reír. Sonríe. Una barra de pan. ¿Cómo la de todos los días? Como la de todos los días. Despliega la bolsa de tela que lleva y mete en ella el pan. Paga y sale del establecimiento.
¿Te apetece comer? Saca del frigorífico una pequeña cacerola desportillada y la coloca sobre la cocina de gas, en su interior lo que debe de ser un puré de verduras. Enciende el fuego y lo remueve con parsimonia. El ruido del borboteo de la comida. El alboroto de los niños de los vecinos a través del patio interior. Una estrecha mesa de formica contra la pared, se sienta frente a ella. Apoya la barra de pan contra su pecho y corta un pedazo. El sonido de la aguja del reloj. Inclinado sobre el plato sopa el puré. Bebe un poco de vino. Parte un trozo de chorizo. Mira hacia el frente, hacia la pared, mientras mastica. El sonido de un claxon llega desde la calle.
Sentado frente a la televisión, la cabeza caída sobre el pecho, duerme la siesta. En la pantalla una madre llora la marcha de casa de su hija. Una mosca pasea por su cara. La luz del exterior dibuja pequeños rectángulos sobre la pared. El péndulo del reloj oscila una y otra vez acompañando la banda sonora de la escena. En el televisor una señora pregunta y pregunta sin piedad. Tobias ronca. Sueña.
¿Te acuerdas? La tarde. Intenta deshacer el nudo de una bolsa con magdalenas ya endurecidas. Calienta un poco de leche, agrega algo de café soluble y moja en él una magdalena. Una gota de café con leche resbala por su barbilla, se limpia con la manga del batín. El receptor continúa encendido en el comedor, la cisterna le responde desde el cuarto de baño con su permanente correr de agua. El teléfono calla en el pasillo. El zumbido de la mosca transmite los mensajes de una habitación a otra.
Ella se impacienta. La cena. Calienta agua para una infusón, prepara unas galletas. La mosca ha encontrado un banquete en la mancha del brazo de un sofá. Campanadas. Espacio y tiempo para él solo, fundidos en una sola dimensión. La eternidad. El instante. Apaga el televisor. Apaga la luz del comedor. Orina. Apaga la luz del aseo. Apaga la luz del pasillo. Vuelve al dormitorio. Se quita el batín y lo deposita sobre una descalzadora. Se introduce en la cama. Buenas noches amor. Besa el rostro del cadaver momificado de su esposa, apaga la luz y se echa a dormir. 

martes, 8 de mayo de 2012

DONDE ESTÁ LA VIDA


A mi querida amiga Mari Loly, donde está la vida.
Una de las ideas centrales del discurso que los gestores de la crisis insisten en transmitir y que puede que, poco a poco, vaya calando, es la paradoja de que para lograr mantener los beneficios sociales de un sistema se hace necesario desmontar esos beneficios, que para mantener lo esencial es necesario irlo cercenando y mantener intacto lo que no es esencial.  Una paradoja que podría tener su sentido si estuviéramos hablando de la necesidad de una cirugía para mantener y mejorar la funcionalidad del cuerpo, pero que resulta incongruente si el proceso que se percibe y asume es el de la progresiva amputación de sus miembros.
La crisis lo es todo, parece serlo todo, no hay espacio salvo para la crítica y el lamento, para la condena o la claudicación, pero siempre estrechando el círculo de la unidimensionalidad. La política seudopaternalista del ninguneo parece surtir efecto, solo es por nuestro bien, a nadie le duele más hacerlo que al padre. El nuevo despotismo ilustrado, del todo para el pueblo pero sin el pueblo al todo para pueblo pero contra el pueblo, hace su efecto con el autoninguneo, el síndrome social de Cotard, no somos nadie, nos queda llorar o quejarnos pero acatar, aceptar a regañadientes la actuación del padre y sus justificaciones. Y hace su efecto en las anteojeras con las que nos hace mirar la vida, no hay mirada para nada más, las reglas del juego las marcan ellos, ellos ponen la pelota y los demás cabalgamos tras ella; nos ponen en la cabeza el laberinto sobre el que obsesionarnos, establecen en qué consiste la crisis y cuál ha de ser su recorrido, la preocupación en la que debemos centrarnos y qué es lo que queda fuera de los límites del campo de juego. Y fuera queda la mayor parte de la vida.
La crisis no es solo, ni mucho menos, un problema económico que se pueda resolver con unos cuantos “ajustes” técnicos, la crisis lo es de un sistema, es decir, de un modo de vida, es decir, de un modo de ser persona. Y esas anteojeras nos alejan de ese núcleo, nos aleja de donde está la vida. Es decir, lamentablemente la crisis es mucho más y afortunadamente es mucho más. No aceptar las anteojeras no es minusvalorar el factor político, es rebelarse contra ese reduccionismo, se trata de no aceptar la unidimensionalidad, de abrir la mirada hacia otras alternativas. Ir más allá del homo faber para el que el trabajo es un fin, para alcanzar de verdad el homo sapiens, capaz de recrear la realidad y en esa recreación se hallará también el homo ludens, capaz de jugar y leer la vida con humor, el poéticus y simbólicus, capaz de mirar la propia vida desde todas las dimesiones posibles,  y con todo ello, el socialis y el animal político capaz de relacionarse y encontrar el sentido de su vida en ese ser social. Es tomar conciencia de que las cosas no volverán a ser como eran, no deben volver a ser como eran, no sería justo; y la crisis es la oportunidad para recrear la realidad, para recrearnos a nosotros.
Y ese recrear la realidad, ese recrearnos, es acudir a donde está la vida, donde se encuentra lo mejor de la vida. Y lo más bello de la vida, paradójicamente se encuentra en los que sufren, por el dolor físico, por la humillación moral, por la injusticia social, y que aún así son capaces de mantener un nivel de dignidad humana difícilmente alcanzable para el resto.
Está la vida donde está el humor, capaz incluso de reírse de uno mismo, descomponiendo con risas la oscuridad de los golpes que se reciben, utilizando el arma de la ironía como resistencia ante el desprecio y la vejación.
Donde se mantiene la capacidad de indignación y rebeldía sin llegar a verse doblegado por el menoscabo de la entereza humana como consecuencia de los puñetazos recibidos. Donde se conserva la nobleza y el orgullo a pesar de las continuas afrentas recibidas desde la sociedad.
Allí donde el rencor crónico no tiene cabida, donde uno no maldice continuamente la vida a pesar de verse zarandeado por ella, donde uno no se encuentra enemistado con sus habitantes buscando la culpabilización incluso de los inocentes.
En los que el padecimiento les supone un plus de empatía hacia los demás, de sintonía con los que son maltratados por la vida o por los otros. Los que solo viven ese “los otros” respecto a esos cuyo único afán es el de levantar murallas y no tender puentes, abanderados de la segregación para fortalecer su identidad. Esos siempre serán otros, ajenos, extraños a su sentido de la humanidad que los varapalos de la vida ha ido desarrollando.
La vida habita en la sensibilidad, en la capacidad para percibir sensaciones, estímulos, por pequeños que sean, En la tendencia natural de algunas personas a sentir emociones, sentimientos y en la capacidad de entender y sentir ciertas manifestaciones, como el arte. Tener abiertos los poros de la piel a todo tacto, la mirada crítica y cercana, el paladar capaz de saborear dulzura y amargor. Ser un radar siempre presto a detectar lo que ya es y lo que está germinando.
La vida está en quien acoge, en quien convierte sus brazos doloridos en raíces sobre las que crecer, en nido en el que desarrollarse y lo hace con el débil y el pequeño, con el desahuciado, con el expatriado. En quien es padre, madre y amigo para la diversidad y la diferencia.
La vida está en la autenticidad. Vivimos en una sociedad de escaparate y consumo. Todo se vende, todo se compra. Todo es producto de mercado, suficientemente elaborado y retocado para que sea adquirido. Nos exponemos en el escaparate a la espera de ser elegidos, elegimos aquello que nos permita permanecer dentro del círculo de escaparate y consumo. Todo es mercancía, también nosotros. Todo se descompone, todo se corrompe y es cuando nos hundimos atrapados en esa ciénaga. La vida está en la verdad, no en la farsa; desprovista de maquillaje se muestra como es, con el sufrimiento y los años, con arrugas y con heridas, con parches y remiendos, los cimientos sobre los que construir y construirse. La búsqueda de la belleza es, en primer lugar, un problema ético.
La vida continúa durante la noche, pero no se acaba con la noche; continúa durante la tormenta, pero no se acaba con la tormenta; continúa en el invierno, pero no se acaba con el invierno; y permanece en la noche gracias a quien sabe que llegará el amanecer, y permanece en la tormenta gracias a quien tiene la certeza de que escampará, y se mantiene durante el invierno sabiendo que llegará la primavera; y así vive, con esa convicción, aunque pudiera ser posible que no alcance a ver la luz del sol, ni disfrutará del cielo limpio de nubes ni contemplará el brotar de las flores. No importa, dejará la casa para que, aún así, entren en ella los rayos de la mañana, el aire limpio que la lluvia ha dejado y se esparzan los aromas de esas flores.
Estamos ante la crisis de un sistema y lo es también de sus engranajes, es decir, nosotros. Salir de la crisis de ese sistema es buscar la salida de la crisis personal de todos y cada uno de sus engranajes. De no ser así cualquier solución será ficticia. Sin miedos, sin complejos, con la conciencia certera de que muchas personas pequeñas (nosotros), en lugares pequeños (los nuestros), haciendo pequeñas cosas, pueden cambiar el mundo. Se trata, para agilizar ese cambio, de trabajar en red desde ese espíritu de la vida humorística, poética, sensible, acogedora, auténtica, lejos de lo políticamente correcto y, fundamentalmente, bondadosa. Se trata de acudir a la esencia del cambio, a lo prioritario. La verdadera revolución.  La mayor venganza contra la crisis es la bondad… y después la rebeldía.