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sábado, 26 de mayo de 2012

EL HUNDIMIENTO



El mundo parece hundirse bajo nuestros pies y todas nuestras posesiones venirse abajo con nosotros. Todo parece desmoronarse, también lo que somos. ¿Dónde agarrarse para evitar el desplome? ¿Qué rescatar de esa hecatombe? Cuando uno se siente arrastrar hacia el sumidero todo se justifica, el “sálvese el que pueda” lo permite todo, el asesinato siempre será en legítima defensa, el robo recuperación de lo que es nuestro, seremos la unidad de medida de la justicia, la convivencia alzará sus murallas, la piedad será solo un sonido de un salmo identitario. Pero el derrumbamiento continuará, se perderá todo, también la cabeza, también la conciencia, también la dignidad.
Primero fue una grieta que nos preocupó un tanto pero a la que no le dimos demasiada importancia, luego vinieron los rumores que aumentaron nuestra inquietud, pero el piso lo seguíamos considerando sólido, los ruidos extraños que escuchábamos no debían generarnos nerviosismo; el lento crecimiento de la grieta no debía ser motivo de desazón; los quejidos que oíamos llegar desde el exterior no nos debían producir intranquilidad ni desvelo, nuestra residencia era segura. Pero el suelo terminó por resquebrajarse y cedió. Lo que nos rodeaba también nos arrastró, sin ello dejamos de ser lo que éramos, perdimos nuestra identidad. Recuperar la parte exige recuperar el todo, el ser exige el tener, para ser lo que seremos exige recuperar lo que fuimos. Incapaces de crear el futuro debemos recuperar el pasado.
Es ese sentimiento el que parece irse fraguando y con él la llamada a restablecer el statu quo. Dejemos las cosas tal como estaban, volvamos al estado natural, recuperemos lo que habíamos conquistado. Pero, ¿llegaremos a ser conscientes de que quizás ese estado es irrecuperable, de que no hay marcha atrás? ¿Alcanzaremos a discernir que quizás no es justo que así fuera? En manos de los sabelotodo de las recetas, ¿aceptaremos reconocer que la pregunta no es tanto el cómo sino el hacia donde?
Puede ser que confundamos el atrezo de la puesta en escena con el hogar en el que éramos auténticos, lo que creímos ser con la máscara que fuimos. Es el momento de la oportunidad para recrearnos o la ocasión para envilecernos desesperados por no dejarnos caer con el deseo explícito u oculto de que sean los otros los que se precipiten hacia el abismo. El caos en el que los discursos se confundan, en el que crezca el populismo, con la necesidad de creer en soluciones simplistas que nos mantengan la ilusión de que todo volverá a ser como antes, deberá ser como antes, caiga quien caiga que no sea yo. La hora del nacionalismo provincialista (¿alguno no lo es?), la hora de los chivos expiatorios, la de los golpes sobre la mesa, la de la xenofobia, la de la homofobia, la del Frente Nacional en Francia, la del Amanecer Dorado griego, ¿En España?
¿Seremos capaces de tener la frialdad racional suficiente para conseguir un esfuerzo intelectual creativo capaz de encontrar nuevas soluciones donde todos quepamos, también los que no cabían, los que fueron engañados, los que fueron despedidos a la cuneta? ¿Tendremos la sensibilidad necesaria para ello? ¿Habrá alguien capaz de elaborar este discurso complejo y difícil? ¿Habrá alguien capaz de escucharlo? Deslindar lo esencial (la educación, la sanidad, la cobertura social…) de lo accesorio y necesariamente prescindible para poder recrear la realidad y recrearnos a nosotros. La megalomanía que nos deslumbró, la sociedad sustentada sobre el artificio que oculta la nada y a la que todos hemos dado eco, la mitomanía que hemos forjado encumbrando a héroes falsos pero con los que nos hemos identificado y escandalosamente enriquecido, los abusos de poder que hemos tolerado ofreciendo nuestra cabeza. Hipnotizados por el aura del poder y sus oropeles unos los han disfrutado como recompensa "merecida" y otros hemos permanecido ciegos ante ello. Con mayor claridad o complejidad hemos confundido los privilegios con los derechos.
Dónde acaban los derechos adquiridos y dónde empiezan los privilegios. Si un aprendizaje deberíamos sacar de una crisis tan absolutamente global como esta, en la que los desequilibrios se desencadenaron mucho antes de que tuviéramos conciencia de ello y mucho más allá de donde los mercados nos venden, es que los derechos solo deben considerarse como tales aquellos que estamos dispuestos a compartir y a renunciar a parte para que sean extensivos. Si no es así no son derechos conquistados por nuestro ser y saber, sino privilegios, derechos concedidos, comprados, arrebatados a otros. No son derechos.
Este hundimiento y el proceso natural que mi vida me marca, me hace tener una mayor conciencia de la vida conservadora que he llevado, pretendidamente oculta bajo palabrería supuestamente transformadora. Que hemos llevado en general. Una vida privilegiada. Lamento mi actitud. No me arrepiento de ella por los frutos que me ha dado: mi mujer y mis hijos. Lo único verdaderamente fundamental para partir de cero, para no hundirme con el hundimiento, para conservar la fortaleza y la esperanza en un renacer, más limpios, más fuertes, más sabios, más libres, aunque quizás más pobres. No me arrepiento porque pretender conciliar el sueño de una vida diferente con ella y ellos es imposible, ficción. Son y solo pueden ser fruto de esa vida pasada. No hay vuelta atrás pero sí aprendizaje hacia delante.
Caídos los decorados se nos puede mostrar la vida tal cual. Venidas abajo las fortalezas tendremos la oportunidad de caminar. Gobernados por el cinismo y la hipocresía se nos da la ocasión de recuperar la rebeldía (si alguna vez la tuvimos) Destruidas nuestras corazas podremos tener el placer de ensancharnos hacia los demás. Desenmascaradas las inercias y las rutinas es la hora de desarrollar la inteligencia creativa y solidaria. El hundimiento puede ser esto, vislumbrar el horizonte despejado y comenzar a andar de nuevo, sin tener por qué haber perdido la alegría, la fe, la esperanza, la con-pasión, juntos la constancia y el deseo de crecer como personas en todas sus cualidades. ¿Qué más habremos de necesitar? No mirar atrás para no convertirnos, como Edith, la mujer de Lot, en estatua de sal.

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