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miércoles, 20 de junio de 2012

ODIO Y VENGANZA



Leo la petición que ha dirigido públicamente a Instituciones Penitenciarias Consuelo Ordóñez, hermana de Gregorio, teniente alcalde del Ayuntamiento de San Sebastián, del PP, asesinado por ETA en enero de 1995, para entrevistarse con Valentín Lasarte, verdugo de su hermano y preso etarra en periodo de reinserción. Consuelo Ordóñez ha manifestado que lo que pretende es desenmascarar la “inutilidad” del plan de reinserción del Gobierno.

Esta petición hay que interpretarla en el contexto de los encuentros entre presos etarras y víctimas del terrorismo en los que los terroristas reinsertados piden perdón a las víctimas como símbolo de un clima de convivencia en el País Vasco. Es obvio, por lo manifestado por ella, que la intención de Consuelo Ordóñez no es favorecer esta iniciativa, sino torpedearla. Es humanamente comprensible, como no va a serlo, el rencor de una víctima respecto a su victimario, pero la pregunta a hacerse es si esto ha de ser alentado por la sociedad. El resentimiento, la hostilidad, el rechazo incontrolable, el mismo deseo de venganza forma parte de la historia humana desde sus inicios, acompaña y acompañará al hombre hasta el final. Pero por muy doloroso e incómodo que nos sea planteárnoslo es necesario preguntarse si es un valor. El odio, la venganza, es perfectamente comprensible cuando uno siente la insensatez del acto que lo provoca, su tremenda injusticia, el enorme dolor, irreparable, que causa, pero, por muy comprensible que sea, nunca dejará de ser un contravalor que se enquista en la vida de uno corroyéndolo y se enquista en la sociedad si se le da alas infectando la convivencia. El éxito de un sistema penitenciario no es la venganza sino la reinserción, del mismo modo que el del sistema sanitario no es la cronificación de la enfermedad sino la salud, la curación del enfermo. El éxito de una sociedad es la convivencia justa y pacífica entre sus miembros con la integración del máximo número de ellos en la misma. La superación del rencor, del odio y del deseo de venganza es la victoria y no la derrota para uno mismo y para un grupo social que apuesta por el máximo grado de entendimiento y tolerancia.
Es evidente la frase de Gandhi “ojo por ojo y al final el mundo acabará ciego” y, sin embargo, a pesar de su evidencia, parece importar poco esa ceguera. Puede ser cada vez mayor, en la situación en la que nos encontramos y en la que cada vez más nos vamos adentrando, la tentación del odio, y debe de ser cada vez mayor el esfuerzo para superarlo. No es anecdótico ese culto social al resentimiento, no se encuentra aparejado a una coyuntura específica ni a unas personas en particular, sino que más allá de su exteriorización clara parece irse instalando de una manera subrepticia en las formas, pensamiento y hábitos de nuestra sociedad. No es anecdótico que hayamos convertido al competidor en enemigo, que más allá de la derrota de unas ideas se pretenda la derrota física y moral de las personas que las encarnan, que para ese objetivo se simplifique hasta el extremo el discurso, se ignoren los matices y se utilice la caricatura gruesa y el insulto, que se busque tocar las fibras emocionales y no las de la razón, provocar el pensamiento visceral (si a esto puede llamársele pensamiento) y no el racional, anular los sentimientos compasivos y empáticos mediante la exacerbación del odio, que la complejidad de la realidad se sustituya por nombres propios de personas o de grupos sociales a los que culpabilizar, descargar la impotencia y la ignorancia en chivos expiatorios a los que sacrificar. No es anecdótico y supone, además, jugar con un fuego que nos abrasará, en primer lugar, a nosotros, la poca grandeza y dignidad que podamos tener y que arrasará la escasa lucidez que nos quede. Un fuego que puede prender con facilidad en la realidad social en la que nos encontramos, la historia no es lineal, el pasado no es algo que sin más quedó atrás y no hay riesgo de que se repita. La humanidad tiene un ayer y un mañana, pero las personas que la encarnan apenas viven un hoy, no siempre sagaces para percibir los errores de otros o valientes para asumir los valores difíciles que supone el progreso moral. El riesgo de incendio puede ser alto, no banalicemos ese cigarrillo que fumamos con chulería en medio del secarral. Las señales de todo esto no nos deben pasar desapercibidas, las tenemos aquí, entre nosotros, y las encontramos en los países que forman parte de nuestro entorno, aunque sea bajo nombres pomposos como el de la Aurora Dorada. El dorado puede remitirnos al brillar de precioso oro, pero también puede estar en el refulgir del fuego que devora, es necesario encontrarse alerta para descubrir qué se esconde detrás de esos términos pretenciosos, quizás la simple y fácil, incluso gratificante, miseria moral e intelectual.
Pero el ojo avizor no ha de estar puesto solo en la ideología, sino en el caballo de Troya que supone un vocabulario que utilizamos a la ligera, o en unas formas, que de comunes, ya no les damos importancia. La ejemplaridad es un concepto en desuso pero que cada vez se hace más urgente recuperarlo. Por eso, la “anécdota” que refería al principio no es tal, porque la asumimos sin análisis y con cierto grado de satisfacción, porque decimos “comprenderla” sin más, sin ejercer sobre ella un filtro superior, el de cribarla a la luz de una filosofía de vida y con el bisturí de una lógica política (la del demos y la polis, no la de este sucedáneo rebajado y deteriorado que sufrimos). Porque este momento de enorme desorientación nos exige grandeza intelectual y ética ante el riesgo evidente de embrutecernos en uno y otro aspecto.

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