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martes, 28 de agosto de 2012

BREIVIK COMO REFLEJO

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El ultraderechista noruego Anders Behring Breivik no apelará la sentencia de 21 años de cárcel prorrogables por el asesinato de 77 personas. El tribunal justificó el veredicto porque Breivik es un "fanático extremista" y no un enfermo mental, de ahí que sea penalmente responsable. Lo fundamental es encuadrar las ideas de Breivik en un contexto político de ultraderecha, porque ahí cobran sentido, sostienen sus abogados, que pedían una pena de cárcel lo más leve posible si el fundamentalista cristiano no es puesto en libertad, como él solicita.
Breivik nunca ha negado ser el autor de los 77 homicidios voluntarios, además de otros intentos de homicidio, de los que se le acusa, pero asegura que actuó en una situación de "necesidad", en defensa del pueblo noruego, que considera amenazado por la "invasión musulmana" y el "infierno multiétnico" impulsado por el Gobierno. En la sesión final ha pedido perdón a los «militantes nacionalistas» por no haber matado a más gente durante los ataques de julio del año pasado.
La consideración de fanático extremista y no enfermo mental puede haber sorprendido a muchas personas, quizás en el deseo de que solo un esquizofrénico paranoide y un psicótico puede cometer tanto mal. La sentencia, sin embargo, nos sitúa de bruces frente a la realidad, el mal está entre nosotros, lo alimentamos nosotros, forma parte de nuestra normalidad. Es más, el mismo concepto de mal puede llegar a carecer de sentido, ya que Breivik no realizó esos crímenes por hacer el mal, sino por lo que él suponía un bien. Es por ello que esos actos, llegado el momento, pueden llegar a cometerse de una manera incluso desapasionada, administrativa, banal.
Es difícil llegar a aceptar esa realidad, la existencia del mal de una forma “integrada” en nuestra sociedad, y más aún llegar a plantearse la pregunta sobre la manera en que uno convive con él, con esa realidad. Para huir de ese compromiso a veces basta con calificar como extremista a una persona así. Extremista como sinónimo de una persona situada fuera de los márgenes de la sociedad, es por lo que la misma tiene difícil control sobre ella. Pero no es así, todo extremo, parte primera o última de algo, requiere ese algo para tener razón de ser, es en esa realidad donde se genera y que llega a estar en su grado máximo. El extremismo se nutre de planteamientos ideológicos que pueden no contemplar el crimen como solución pero que, sin embargo, llegan a alimentar, de forma visceral, esa conclusión. Cuando yo lo justifico, de alguna manera, por las circunstancias que lo han desencadenado, estoy también, de alguna manera, siendo cómplice ideológico del mismo; y viceversa, cuando establezco una mínima complicidad ideológica con él, en esa medida soy también cómplice del mismo. Comentarios, propuestas, conductas que son piezas sueltas de un puzzle que el extremista reorganizará a su manera componiendo un todo macabro.
Esa defensa de una supuesta realidad amenazada pone de manifiesto el deterioro mismo de esa realidad. Si esa ha de ser su defensa no merece ser defendida. Si los defensores han de llegar a esos extremos para defenderla serán ellos mismos los que terminen devorando a la criatura. La idea de una patria amenazada por la llegada de extraños a la misma y que solo puede ser defendida con la expulsión de los mismos tiene su base en los mismos orígenes de la humanidad y es la evolución de la misma la que pone en evidencia la debilidad del argumento. La defensa frente al forastero, frente al intruso, ya se dio en realidades que hoy consideraríamos todos, esos extremistas incluidos, como anacrónicas y que han ido evolucionando en la medida en que ha ido evolucionando el ser social del hombre, la sociabilidad del individuo. Ese mismo comportamiento se dio ante la aldea amenazada por la llegada de foráneos, el pueblo, la tribu, la comarca, la nación, el continente incluso. Es ese proceso el que pone de manifiesto que la evolución cultural del ser humano se ha dado en paralelo a la progresiva integración de ese forastero y que una “defensa” así solo supone una regresión sobre esa evolución, una destrucción de las bases culturales sobre las que se ha dado.
La idealización de una patria, chica o grande, como ente puro y aislado del resto, es un evidente error. Somos lo que somos gracias al mestizaje, y lo que serán nuestros descendientes también lo serán gracias a él. El empeño ha de centrarse en que ese mestizaje sea lo mejor posible, no en que no exista. La dirección de la historia camina en ese sentido, intentar cerrar el paso a ese camino solo clausurará la propia historia. Toda cultura puede tener en mayor o menor medida aspectos valorables, y toda cultura siempre puede tener algo que aprender y mejorar. No se trata del reinado hipócrita de lo políticamente correcto, ni de un ciego y temeroso respeto absoluto a todo y a todos, la medida es el ser humano concreto y han de ser los derechos humanos que este valora y respeta y aquellos que le son escamoteados.
Se trata del ancestral miedo al cambio, del intento de superar la inseguridad mediante la agresividad, de la expulsión del que amenaza mi estatus, independientemente de las realidades históricas por las que ese estatus se ha conseguido.  Para ello se hace necesario fundamentarlo en la superioridad de una raza, de una etnia, de una tribu, una casta, una religión, una cultura, o una patria; en definitiva, la superioridad de unos sobre otros. ¿Y en que se puede sustentar la superioridad de un individuo frente a otro si no es en su mayor humanidad? ¿Y no pierde esa supuesta superioridad si, al ejercerla, pierde esa humanidad?
¿Y en que nos convertimos con ello? En sujetos que piensan y actúan en función del miedo, de la ignorancia y del rencor, en personas degradadas al mismo tiempo que intentamos degradar al vecino que nos es extraño. Y todavía más, es paradójico, que ese comportamiento lo justifiquemos en razón y defensa de una civilización cristiana que supuestamente ha conformado nuestra cultura. Es difícil encontrar una antinomia más permanente que la que se establece entre el mensaje de ese cristianismo evangélico y el discurso que intenta sostener esas prácticas. Se trata de un mensaje vaciado de su sentido y reducido a lo ornamental y meramente institucional.
Breivik no está loco, no lo está al menos más que puede estarlo una parte importante de nuestra sociedad en la que anida el germen de la destrucción que él ha puesto de manifiesto, en este sentido Breivik es el reflejo de ese estado de descomposición y podredumbre que nos acompaña desde la misma génesis de nuestra cultura.

martes, 7 de agosto de 2012

MOMENTOS



Detrás de toda fachada resplandeciente siempre puede haber habitaciones oscuras. Detrás de todo rostro radiante siempre puede haber una lágrima en el fondo de la mirada.
La batalla a librar contra una enfermedad crónica, y más si es degenerativa (la esclerosis múltiple en mi caso) dura toda una vida y deja pocos resquicios para la victoria. La derrota del cuerpo es casi segura, solo queda la consolación de alcanzar esa victoria en forma de resistencia, no abandonarse al desaliento, mantener la capacidad de soñar y de esperar, descubrir entre los escombros en los que tu cuerpo se va convirtiendo la mirada sensible y el gesto tierno. Pero nada de eso puede ocultar el vencimiento de tu cuerpo, el desbaratamiento de la parte física que fuiste, la pérdida de la vida que suponía. Nada puede evitar que entre esa resistencia que parece llenar todo tu tiempo,  se dé la existencia de momentos, secretos a veces, públicos otras de abandono a ese desaliento contra el que peleas y en los que, de entre los escombros, puede aparecer, aunque sea brevemente, ese tú que más detestas.
Es así, lo pequeño permanece dentro de lo grande, lo triste dentro de lo alegre, lo frágil dentro de lo fuerte, el silencio dentro del alboroto, el temor dentro de la valentía, lo oscuro dentro de lo claro, la ansiedad dentro de la calma, la duda dentro de la certeza, la muerte dentro de la vida. El pequeño animal tembloroso a la espera del siguiente golpe. El puro y simple miedo, ese soy yo en algunos momentos.
Es así, tengo miedo de decir basta y tengo miedo de no poder decir basta
Miedo de no ser dueño de mí.
Miedo de llegar a ser un simple objeto de compasión.
Miedo de convertirme en piedras en el camino de los demás. Una traba que respira.
Miedo de llorar y miedo de no poder llorar.
Miedo del orgullo y miedo de la sumisión.
Miedo del laberinto en el que repetir una y otra vez las mismas nadas. Miedo del callejón sin salida del que, pase lo que pase, no poder huir.
Miedo del tiempo, de su transcurrir y de que se detenga.
Miedo de la soledad y de la compañía.
Miedo de convertirme en la disyuntiva, el ser o no ser de otros.
Es la realidad de las muñecas rusas. Siempre hay un yo dentro de otro yo, la clave es quién contiene a quién. Espero que en mí caso sea la fortaleza quien contenga a la fragilidad y no a la inversa y sea la conciencia de esa fragilidad la que vaya fraguando la fortaleza y con ella la ocasión para la alegría, la calma, la felicidad, la vida conteniendo a la muerte; y no abandonarse a la existencia de un tejido necrosado que te va gangrenando todo. Nada puede impedir la existencia de esos momentos en los que muestras tu cara más débil, nada debe impedirlo. Aceptarlos es, de alguna manera, exorcizarlos, reducir su poder, ponerlos en su sitio, liberar las fuerzas destructivas que hay en tu interior, reconocerte y permitirte vivir en todas tus contradicciones, en toda tu complejidad, permitirte vivir sabiendo que el miedo te acompaña siempre pero que se hace fuerte solo en eso, en momentos.


miércoles, 1 de agosto de 2012

POLÍTICOS



Ya es un lugar común en todas partes, en la barra de un bar, en los lugares de trabajo, en el puesto del Mercado, en un encuentro casual, en las redes sociales de Internet, en todo él, la condena a los políticos, la censura de su comportamiento, la culpabilización por la situación económica y social (en los informes del CIS la clase política y los partidos son considerados como el tercer problema de los españoles después del paro y la crisis económica), se les identifica directamente con la corrupción, son señalados como una casta aparte del común de los mortales y causantes de las penurias de estos.
Todo aquel que se maneje un poco por el ciberespacio habrá leído, recibido y, es posible que, mandado variopintos escritos y presentaciones poniendo a los políticos a caer de un burro. Como cualquier generalización es injusta ya que no toda persona que dedica su tiempo a la política puede meterse alegremente en el mismo saco vituperador ni, una vez dentro de él, pueden calificarse en el mismo grado, pero la realidad es la que es y no se puede obviar; el hundimiento de la clase política (ya la misma generación de este término es representativo de esa realidad), de los políticos, con más o menos motivos, con más o menos razón, amenaza seriamente con arrastrar consigo no solo a las personas en sí, sino que con ello degrada también la ocupación misma.  No nos engañemos, esa ocupación siempre será necesaria, necesaria y, en su esencia, loable, por lo que siempre habrá políticos, personas que dedicarán su tiempo a ella. Otra cuestión muy diferente es que sean necesarios este tipo de políticos.
Esa escorrentía producida por la estigmatización de la ocupación política amenaza con llevarse por delante algo más que el buen nombre de todas y cada una de las personas dedicadas a ese oficio, algo de mucha mayor importancia, con ser ya importante su derecho a la presunción de dignidad, amenaza con fagocitar los conceptos de política y democracia. Política es mucho más que una lucha limitada a intereses partidistas, que el paupérrimo esfuerzo intelectual puesto en marcha para triunfar en el mercado electoral, bienvenido sea que esto se pierda, pero política es mucho más, se trata de la preocupación por lo común, de valorar el quehacer por el bien común, la ocupación en favor de los demás, el denuedo puesto en ello. Política es la mirada solidaria allá donde estemos, es la manera de llevar a cabo nuestro trabajo, política es la visión de la vida que tenemos y que ponemos en evidencia en cada gesto que realizamos. Política es la obligación que, como ciudadanos, tenemos por vivir en sociedad, es un deber ineludible y un derecho al que no podemos renunciar, lo que da sentido a nuestro ser social. Se trata del peligro de agudizar la tendencia a la reclusión al espacio e interés privado como único objetivo en la vida. Es un coste que la sociedad no puede soportar y que los responsables de ello no tienen derecho a hacerle pagar.
Y está en juego también el mismo concepto de democracia, con la reflexión intelectual que él conlleva y la participación en la gestión de la comunidad que supone; se trata de una visión de la colectividad como ente vivo, dinámico, crítico y responsable. Nos arriesgamos a que la renuncia a esa responsabilidad sea la norma y que se propague el anhelo por un redentor que expulse a los “mercaderes” del templo y que piense y decida por nosotros. Es el terreno abonado para el populismo, para la banalidad y el sensacionalismo, para las soluciones simples y los discursos huecos, para la apelación a las vísceras y no al cerebro, para estimular las emociones más primitivas y menos complejas, para generalizar el desentendimiento de ese “lo común” en torno al cual fragua la comunidad.
Es eso lo que está en juego y lo que es necesario salvar y es la colaboración en ese salvamento lo que hay que exigir a ”los políticos”. No se trata exactamente de un harakiri lo que conlleva esta exigencia, pero sí requiere un grado de generosidad importante que puede y debe llevar en muchos casos a la renuncia personal. Generosidad, valentía e inteligencia en las reformas políticas que se deben abordar con profundidad llegando hasta la misma Constitución, sin el miedo, los intereses partidistas y la pobreza intelectual que han caracterizado los últimos años; generosidad, valentía e inteligencia en las reformas del propio sistema y organización de los partidos, liberándolos del dominio amordazante y empobrecedor del aparato en su pensar y actuar; generosidad, valentía e inteligencia en la exigencia de una ejemplaridad pública y privada, que conlleva la renuncia a tantos privilegios a menudo estúpidos e insultantes, y que debe ser abordada legalmente pero que debe también llevarse a cabo independientemente de su regulación legal. Todo político que no asuma la exigencia de esta ejemplaridad no tiene cabida en el espacio público y debería ser expulsado del mismo. El escándalo no está solo en su permanencia, sino en su refrendo electoral por los mismos votantes que al mismo tiempo denuestan la política.
He hablado de exigencia, pero ahora me limito a un ruego. Ruego ese esfuerzo, que no dudo que lo es, y apelo a esa generosidad y valentía que se supone debe tener cabida en todo servidor público, que haga posible la recuperación de la ilusión, confianza y esperanza en el trabajo político. Y apelo a la recuperación de la inteligencia que ha sido excluida del hecho político y de la que permanece acurrucada en el mismo. Ruego, por favor, una apuesta por el futuro y no por un mañana eternamente reincidente en los mismos errores del pasado y del presente, por muy beneficiosos para uno que pudieran parecer.