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jueves, 13 de septiembre de 2012

¡SE ROMPE ESPAÑA!

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Después de vista la celebración de la Diada el pasado 11 de septiembre en Barcelona, imagino esa expresión (¡Se rompe España!), en boca de muchos, cargada de cólera y drama. Pero para poder descolerizar y desdramatizar quizás convenga hacerse algunas preguntas y aprender algo de la historia.
¿A qué hemos llamado y llamamos España? Significante y significado no siempre han ido parejos. El término España que hoy identifica un territorio y un Estado no siempre ha sido así. El nombre deriva de Hispania, nombre con el que los romanos designaban geográficamente al conjunto de la península Ibérica. Terminología que a su vez puede provenir, según distintas interpretaciones, de un origen ibérico, fenicio e incluso euskaldun. Resulta obvio que estamos hablando de un tiempo en el que es imposible la identificación territorio y Estado en la medida en la que la mera idea de este último no existe. El término Hispania y, posteriormente, España designa únicamente un territorio geográfico, que tampoco se identifica con el actual. Conviene resaltar otra obviedad, ese territorio es anterior al uso del término, es decir, existió antes de él y, presumiblemente, existirá después de él. Al mismo tiempo la identificación entre territorio geográfico y término lingüístico no implica la continuidad en el tiempo del mismo territorio. Durante esos, alrededor de, veinte siglos el término España o Reino de España ha sido aplicado no solo a la península Ibérica, sino a territorios repartidos por todo el mundo, europeos, africanos, americanos y asiáticos. Territorios que hoy sería impensable reivindicar como españoles. La imperecedera España, lo que hoy identificamos en sus límites como Reino de España tiene algo menos de cuarenta años de vida, los que han transcurrido desde la entrega del antiguo Sahara Español a Marruecos y Mauritania.
¿Un nombre, un Estado, un Reino, una cultura? El término lingüístico es muy anterior a la existencia de “estos” españoles de hoy. Se llamaron así mismos como tales ciudadanos de territorios a los que hoy ni se les pasaría por la cabeza denominarse así. Se les llamó como tales a ciudadanos de territorios a los que hoy a nadie se le ocurriría designar de esa manera, es más, se les rechaza como tales, y esa historia común, en gran medida forzosa para ellos, no evita que no sean bienvenidos y rechazados. Durante todo este periplo histórico el nombre ha recaído en entidades políticas y culturales muy diferentes, por lo que históricamente no es propiedad exclusiva ni de unas ni de otras, es más, la historia nos puede deparar sorpresas agradables para unos, desagradables para otros. Algunas crónicas y otros documentos de la alta Edad Media designan exclusivamente con ese nombre (España o Spania) al territorio dominado por los musulmanes. Así, Alfonso I el Batallador (1104-1134) dice en sus documentos que "él reina en Pamplona, Aragón, Sobrarbe y Ribagorza", y cuando en 1126 hace una expedición hasta Málaga nos dice que "fue a las tierras de España". ¡Musulmanes! Poco hay, para algunos, tan declaradamente antiespañol.
Ciñéndonos únicamente a lo que sería el actual territorio geográfico de España podemos descubrir un abanico enorme de culturas (concepto relacionado a su vez con otros como religión, etnia, raza, etc.) que se asentaron en ella: íberos, celtas, romanos, suevos, vándalos, alanos, guanches, árabes, musulmanes, judíos, cristianos… El abanico se vuelve descomunal si incorporamos a esa relación todas aquellas que encontramos o nos fueron encontrando en territorios europeos y allende los mares, pero relacionados con el término España, es el caso, por ejemplo, de las culturas precolombinas azteca, inca, maya… La conclusión de todo este gran abanico puede resumirse en una única palabra: mestizaje.
¿Qué somos los habitantes de esta España de hoy y qué son la cultura o las culturas que decimos nuestras? Somos seres humanos que tenemos antecesores pertenecientes a distintas etnias o culturas, y esa mezcla dio origen a una nueva cultura. Este mestizaje, guste o no, resulta aplicable no solo a los que nos identifiquemos como españoles y a la cultura que podamos denominar como tal, sino de igual manera a aquellos otros que aun siendo oficialmente españoles no desean ser tenidos como tales y reivindican una cultura propia. Todos somos producto de ese mestizaje, todas esas culturas de hoy (incluidas sus lenguas) han sido resultado de una lenta elaboración de encuentro de diferentes culturas y, literalmente, nosotros no seríamos, no existiríamos, de no haberse dado esa mezcla. La mezcla es una tendencia imparable de la historia, en el futuro la cultura y la nación que (y, en buena medida, afortunadamente; si como tendencia histórica suponemos que ha sido positiva para llegar a producir lo que hoy deseamos defender, no hay por qué poner en cuestión que pueda seguir siendo así) tengan nuestros descendientes, inevitablemente, no serán la nuestras.
¿Qué podemos aprender de esta historia? Que España (o Cataluña, o Euskadi o cualquier otra nación) no deja de ser sino un concepto absolutamente coyuntural; no se trata de una realidad trascendental sino de una completamente inmanente, inseparable de unas circunstancias históricas y, por lo tanto, temporales. Una realidad que tuvo su inicio y que, lógicamente, tendrá su final, es por lo tanto finita y perecedera, veamos nosotros ese final o no.
Que la historia de la humanidad es una constante sucesión de creación y desaparición de nuevas naciones y Estados. Las naciones son un constructo social de los hombres, no existen sin los ciudadanos que se identifican con ellas. Sencillamente aparecen y desaparecen en la medida en que aumenta o disminuye el número de ciudadanos que se reconocen formando parte de las mismas. En este sentido, como afirma Eric Hobsbawm, no son las naciones las que crean el nacionalismo, sino a la inversa, es el nacionalismo quien inventa la nación. Históricamente ese final muchos lo habrán vivido con angustia y ansiedad, pero la vida ha continuado a pesar de ello. Ese dramatismo existe porque se ha otorgado a la nación una entidad por encima de la ciudadanía que la compone, en este sentido, considerada como transcendente e incluso sagrada.
Que toda nación es producto de la amalgama continua de la historia y por ello, en nuestra mezcla habrá componentes que es posible que hoy detestemos y que consideremos ajenos a nosotros mismos. Es así en la cultura que defendemos, en la lengua que hablamos y en la sangre que corre por nuestras venas. Es también a ellos a los que debemos que seamos y que seamos como somos. Esta convicción debería llevarnos a revisar no solo la visión que podamos tener del pasado, sino la que podamos tener del presente y de los grupos sociales, etnias, culturas y naciones que hoy forman parte del mismo.
La solución no es negarse a la mezcla, sino está en cómo mezclar. Pretender cerrar fronteras a cal y canto es también cerrar inteligencia y corazón. Se trata de un despropósito político y humano. Negar la entrada es impedir la oxigenación, impedir la salida a quien desea hacerlo es asfixiar y apostar fuerte por el distanciamiento y el enfrentamiento. Se trata de tener claro qué valores son aquellos que, de ninguna manera, yo no debo perder. El coste del envilecimiento es mayor que el riesgo que se teme correr pues ya se han perdido en él esos valores que se dicen defender.
Que esos cambios, el surgimiento de nuevas naciones, la secesión o la modificación de las fronteras, a pesar de lo consustanciales que son al ser humano y la naturalidad, con que por ello, deberían ser vividos, siempre han sido violentos. Han supuesto derramamiento de sangre, muerte, miseria, sufrimiento. Anteponer la idea a las personas. El hombre “civilizado” sigue, en este aspecto, sin dar muestras de civilización. Es perentoria la necesidad de encontrar soluciones políticas pacíficas y dialogadas, establecer las condiciones y los procesos para los cambios. Regular cauces institucionales antes de que el problema se produzca. No se trata, necesariamente, de aceptar de buen grado un hecho, sino de reconocer su existencia. Es optar entre tolerancia o intolerancia, entre humanismo o fanatismo.
Dicho todo lo anterior, me gustaría poder decir que el nacionalismo es algo anacrónico, pero no pasa de ser un simple deseo personal, yo no soy nacionalista; pienso que no solo suponen el surgimiento de un yo colectivo, sino el establecimiento de unos otros de los que me distancio y que, de alguna manera, otorgan sentido a mi yo. Es “mi” nación la que otorga sentido a mis desmanes, pero critico y me enfrento a esos mismos desmanes realizados en nombre de otra nación. Es el fanatismo nacionalista el que es el desmán, no la nación por la cual se realizan. No lo entiendo o no lo disfruto, pero es un hecho que los nacionalismos siguen siendo un realidad del presente y no parece que vaya camino de que desaparezcan en el futuro. Quizás el anacrónico sea yo