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miércoles, 18 de diciembre de 2013

TOCANDO EL CIELO



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Puede ser que mi camino se esté oscureciendo, que las farolas se vayan apagando a mi paso, pero en algunos momentos de mi vida he tocado el cielo con mis dedos y eso nadie me lo podrá arrebatar. Quizá sea eso el cielo, un instante de color fugaz en medio de un mundo gris pero que te hace Señor de los pigmentos, la sensación puntual que se queda a vivir en tu memoria más íntima.

Allí estuvo el cielo: en el tacto del cuerpo de mis hijos al nacer, en la imagen de su cuerpo abriéndome nuevos caminos; en sus sonrisas anunciando su felicidad, la misma que a veces segué yo, en un instante, hundiéndonos en el infierno. Están tan cerca el uno del otro, el cielo del infierno, el sueño gozoso de la pesadilla. Mis hijos sentados sobre mí, sus abrazos, sus palabras besando mi oído. Sus pasos, los primeros que anuncian un camino de independencia; la apertura, tambaleante al principio más segura después, de sus propia sendas; las tímidas caricias cargadas de vergüenza y deseo, del lastre de quien eres y el impulso del que quieres ser.

El cielo abierto a partir de los deseos de mi mujer, de la sonrisa que me ofrece abriéndose paso entre mis miserias, limpiando el dolor. La certidumbre de encontrarme siempre en su pensamiento a pesar de la sordidez, a pesar de las desdichas, a pesar y por las desdichas. Las innumerables ocasiones de sentirme querido, el especial interés que percibo en que yo lo experimente,  en que me sienta acompañado a pesar de las comprensibles razones que tendría para salir huyendo.

El cuerpo como mediador para tocar el cielo. Las caricias que dejaron la firma en mi cuerpo. No cualquier firma sino la firma. Algún beso inesperado del que pervive su huella. Un momento de placer inesperado cuando ya pensabas que todo había quedado atrás. Instantes en los que puedes romper a llorar, mezcla de tristeza y alegría, un cielo plenamente humano.

El cielo que me abren mis amigos, ahí se encuentran, en el lugar donde yo estoy, soportando mis silencios y amarguras, el Jesús que yo no aguantaría. Haciéndome vivir la dolorosa y gozosa realidad de sentirme querido mucho más de lo que yo merezco, mucho más de lo que yo doy. En la tesitura en la que me encuentro no sólo no han salido huyendo estos amigos, sino que he recuperado algunos que parecían haberse perdido entre las brumas del tiempo y han llegado nuevos.

La experiencia de que aquello que te sale de dentro llega al interior de otro, que el pudor del que te desprendes te viste ante los demás. El cielo de sentirte útil a alguien, utilidad mayor cuanto más pequeño es el otro.

No hay cielo posible sin ángeles. El cielo está con los otros, no hay paraíso en la soledad, por mucho que te llenen de alabanzas y tú engordes tu ego; estarás en las nubes pero no lograrás tocar el cielo. El cielo está aquí, donde lloras y ríes, donde tiemblas y das calor, cuando acaricias un cuerpo, lo que ves y lo ves más allá de tus ojos, lo que oyes y lo oyes más allá de tu oído, lo que tocas y lo percibes más allá de tu tacto. Está en el dar y en el recibir, sólo ante la presencia de alguien; es el otro quien te da entidad, quien te otorga razón de ser. Todo esto sólo es posible desde el amor, el cielo sólo es posible desde él. Lo trascendente está en lo nimio, en lo terrenal, en lo verdaderamente humano, en la otra mirada en la que, sin darte cuenta, te van educando.