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lunes, 17 de febrero de 2014

ISTERIA

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Los ciudadanos de Isteria se encontraban orgullosos de su historia. Había sido una ciudad poderosa, había dominado durante siglos a otras ciudades próximas y lejanas. Su genio militar y también el coraje se había impuesto a la pasividad y desorganización de las segundas, aunque también, entre los factores que habían intervenido en esa expansión, era indispensable contar con la necesidad que en época de penurias urgía a sus habitantes a encontrar nuevos territorios, nuevas materias primas con las que nutrir su industria y desarrollar su comercio y nuevos habitantes a los que tratar como esclavos fuera esta o no la condición a la que, oficialmente, se veían reducidos.

También se sentían orgullosos de su cultura, de los nombres universales del arte que la habían poblado a lo largo de su historia y que habían logrado que el nombre de Isteria se propagase a lo largo del resto del mundo como sinónimo de riqueza literaria y pictórica, como tierra noble y culta. De eso se enorgullecían aunque tendían a callar que en la formación de esa cultura habían intervenido pueblos que ahora detestaban por lo que ignoraban el papel que en ello habían desempeñado.

El idioma era el tercer motivo por el que se sentían honrados. Su expansión lo había convertido en una lengua numerosamente utilizada mucho más allá de sus límites por lo que había generado un puente hacia otras ciudades y culturas que les permitía salir de la ciudad sin dejar de sentirse como en casa. Se trataba de una satisfacción lógica pero que hacía omisión de un detalle no pequeño: su expansión se hizo a costa de sangre y sufrimiento e imponiéndose sobre otros idiomas que no siempre quedaron arrinconados en el tiempo.

La ciudad en sí, con sus torres proyectadas hacia el cielo a punto de alcanzarlo con la punta de los dedos, las zonas ajardinadas que encontrabas en cada manzana, los bosques que en el interior de la ciudad daban la oportunidad de encontrarse con la naturaleza salvaje, los edificios históricos que habían sobrevivido al tiempo y permitían disfrutar y recordar cada uno de los momentos de su historia, el arte y la belleza que engalanaba cada barrio, era la cuarta razón por la que los habitantes de Isteria anteponían su ciudad a toda otra realidad que se encontrara más allá de sus fronteras, pero parecían no recordar las huellas de otras culturas que en ese embellecimiento habían quedado y el sudor y la sangre que el crecimiento se había cobrado.

Era, en fin, la riqueza en la que casi todos habían crecido y el bienestar que había presidido sus vidas. El trabajo que siempre habían tenido, la comida que nunca les había faltado, el ocio del que podían disfrutar y los objetos, necesarios o caprichosos, útiles o puramente ornamentales, de los que se habían rodeado. No habían sido capaces, sin embargo, de establecer una relación entre ese enriquecimiento, a veces desmesurado, y el paralelo empobrecimiento de ciudades más lejanas, entre la satisfacción de sus necesidades y el hambre que se extendía más allá.

Era todo eso lo que veían amenazado con la presencia cada vez mayor de ciudadanos ajenos a Isteria que habían llegado allá atraídos por su desarrollo y expulsados por la miseria con la que debían cargar en su tierra. Ciudadanos que se agolpaban en la periferia de la ciudad, en chabolas fabricadas con cualquier deshecho  y que para escándalo de los nativos afeaban esa belleza de la que se enorgullecían, vivían también en grandes naves alzadas en pocos días exclusivamente para el trabajo o en viejas viviendas abandonadas que ya no permitían la comodidad que en el presente se podía alcanzar.

Ese alubión de desplazados preocupaba cada vez más es por ello por lo que el Consejo Ciudadano decidió reunirse con la intención de darle voz a ese creciente rumor popular de defensa. “La ciudad es nuestra, si no ponemos límites a su llegada la nave se hundirá y nosotros y nuestra cultura moriremos con ella”  “Armémonos y expulsémoslos. Mañana será tarde” “Su presencia sólo nos lleva a la pobreza. Lo que hay es nuestro, los extranjeros no tienen ningún derecho sobre ello” “Fortifiquemos la ciudad, que no logren pasar” Ese era el rosario de quejas que se escuchaba en el Consejo, pero la ciudad también contaba con su propia Casandra que alzaba su solitaria voz en una triste llamada a la razón.  “Lo que estáis proponiendo ya supone renunciar a lo que somos. No habrá nada de valor que nos quede por defender porque ya lo habremos sacrificado nosotros. Lo que planteáis será un suicidio” Pero esas palabras sólo lograban cosechar burlas y desprecio, siempre había sido así, aquello que no se quería escuchar era censurado, sólo se permitía esa voz para mantener un simulacro de democracia que salía abortada ya desde la misma conciencia de los ciudadanos.

Se decidió alzar una doble muralla que rodeara la ciudad y cuyas puertas no se encontraran enfrentadas para dificultar así el acceso a la misma. Esa noche al fin sus habitantes parecieron dormir tranquilos. Pero a la mañana siguiente, sin lograrlo comprender, en muchos rincones y esquinas de la ciudad aparecieron nuevos extranjeros mendigando una caridad.

“¡Los bárbaros nos invaden! Si nos quedamos parados todo será un retroceso hacia el salvajismo” .“No nos podemos dejar robar impunemente lo que es nuestro. Lo que hemos alzado con nuestro esfuerzo se vendrá abajo en dos días si toleramos esta agresión”. “No son de nuestra raza, son los restos de un insulto primitivo que hay que erradicar”. “No somos nosotros solos los que nos encontramos amenazados, es la pureza y el orgullo de nuestro linaje lo que está en juego”. “Es el miedo lo que os lleva a la locura. ¿Qué somos nosotros sino mestizos? Qué es lo que llamáis nuestra cultura sino, en gran medida, el fruto de la suya?”. ¿Qué genes corren por vuestras venas? ¿De qué estáis hechos sino de la lenta destilación de su sangre y su sudor? El espacio que ocupáis no es vuestro. Todos somos dueños o todos ladrones”. “Sólo si salvamos mereceremos ser salvados”. Esa voz iluminada y fatídica se empeñaba en hacerse oír entre la repulsa y el desdén que la intentaba acallar.    

“¡Las defensas no son suficientes, es necesario reforzarlas!” Fue el grito prácticamente unánime que se extendía por la ciudad. “Construyamos nuevas murallas. Compliquemos el acceso. Establezcamos un laberinto en el cual les sea imposible orientarse”. Levantaron dos nuevos parapetos escondiendo sus puertas lo más posible para dificultar la entrada, pero la iniciativa continuaba sin dar los frutos apetecidos. Periódicamente aparecían nuevos extranjeros que conseguían hollar la ciudad.

La seguridad se convirtió en una obsesión y las murallas fueron creciendo formando un laberinto de imposible acceso. Una voz fue ahogándose lentamente en la ciudad. “Es el hambre el problema, no las murallas” decía. Tiempo después por fin se logró el objetivo, nadie fue capaz de atravesarlas. Los extranjeros  fueron incapaces de encontrar la salida y podía encontrárselos muertos en la maraña de callejuelas que se había formado. Mientras tanto, los ciudadanos de Isteria también quedaron encerrados en su propio laberinto. Murieron de inanición, egoísmo y estulticia.

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