El Sísifo de la mitología griega
es conocido por su castigo, el de empujar una piedra enorme cuesta arriba por
una ladera empinada, para que antes de que alcanzase la cima de la colina la
piedra siempre rodaba hacia abajo, y Sísifo tenía que empezar de nuevo desde el
principio, una y otra vez. Un mito que puede ilustrar a la perfección el
absurdo de la vida humana como creía Albert Camus. Este podría así seguirlo
intentando una y otra vez. Estoy convencido que habrá quien me diga que esa
condena, en la realidad, sólo se encuentra impuesta a una parte, mayoritaria
sí, de la humanidad mientras que una minoría sí es capaz de alcanzar la cima e
instalarse en ella. Una mayoría condenada a la frustración y una minoría
agasajada por la gloria, pero creo que es sólo la eterna división y lucha entre
quienes aceptan una realidad y quienes la niegan emboscados en un endiosamiento
que les hace negar que ellos sean Sísifo. Y lo son.
Podemos querer alcanzar un
horizonte pero nunca podremos llegar e instalarnos en él, llegar a ese
horizonte que anhelábamos es descubrir que ante nuestros ojos no hace sino
abrirse uno nuevo y considerar que hemos llegado y que ya podemos detenernos,
que ya alcanzamos nuestros máximos objetivos, no es sino silenciarnos una
renuncia, la de seguir avanzando más y más y más. Recubrirnos de una pátina que
creemos nos otorga grandeza y a la vez nos protege de la derrota, pero
únicamente nos protege de nosotros mismos, de nuestra incapacidad para entender
y asumir la realidad, para comprender que no sólo no hemos llegado sino que
desde el mismo momento en el que nos detuvimos la roca comenzó a descender y
con ella descendíamos nosotros alborozados por nuestro éxito sin advertir que,
como el emperador, bajábamos ya desnudos.
Puede ser que ésta no sea la
condena de una vida sino que sea la vida misma, asumir que somos lo que somos,
parte minúscula de una existencia que nos sobrepasa y nos desborda, jugadores
con bazas mayormente mediocres, sueño y pesadilla, actores muy secundarios de
un teatro que no tiene fin, animales heterónomos con ansias y miedo de
autonomía, que nos toque asumir que nunca alcanzaremos la cima y que la roca
descenderá una y otra vez, pero que esa no es nuestra condena es nuestra vida,
que los objetivos que nos marquemos únicamente serán perfectos en nuestra
cabeza y que cuando alardeemos de su perfección fuera de ella nos habremos
convertido en seres humanos temibles. Esta es la vida y pretender algo
diferente es golpearse contra un muro. No tiene sentido la pesadumbre
permanente como si alguien nos hubiera engatusado con una tierra prometida que
luego nos ha decepcionado. No fuimos invitados a la vida, llegamos a ella sin
más, pero sí somos invitados a vivirla. No se trata de festejar la existencia
sin más porque empujar una y otra vez esa roca es duro, agota, y tenemos al
menos el derecho de llegar a sentirnos cansados, de manifestarlo, de detenernos
y sentarnos… para después recomenzar. Decía al principio que Albert Camus
consideraba a Sísifo personificando el absurdo de la vida humana, pero Camus
también concluye que «uno debe imaginar a Sísifo feliz», como si «la lucha de
sí mismo hacia las alturas sea suficiente para llenar el corazón del hombre».
Esa lucha y los compañeros y compañeras con los que junto a ellos la libramos.
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