Para renacer es necesaria una
muerte previa, pero puede haber muerte sin renacimiento. No me refiero a la
muerte biológica, a la que todos llegaremos algún día, me refiero a los grandes
episodios de dolor a los que muchos nos enfrentamos, a esos momentos que
suponen un frenazo en nuestra vida, que la ponen patas arriba, en los que se
desmorona no sólo nuestro presente sino también ese futuro que fuimos
construyendo. Me refiero al dolor físico y al psicológico, incluso, como
consecuencia de ellos, al dolor moral, a esa herida que se abre en nosotros y
que supone un abismo al que da terror asomarse. Bueno, pues tras esa muerte es
posible renacer, llegar a ser un hombre nuevo, tras haber mirado a la muerte de
frente es posible perderle el miedo y descubrir que nada nos llevaremos a ella,
que todo lo que acumulamos luego después será un peso que sólo logrará hundir
la barca de Caronte y que el tiempo al que a ello hemos destinado será un
tiempo desperdiciado. Es posible sobrevivir tras esa muerte y despertar en
nuevos amaneceres, elaborar nuevos sueños más pequeños y tímidos pero que nos
permitirán sonreír de nuevo, transitar nuevos caminos más cortos pero más
entrañables, más sombríos a veces pero en los que respiraremos con más
profundidad y en los que nuestra mirada no estará vacía sino que despertará
vibraciones hasta entonces desconocidas y nos hará repensar toda nuestra vida.
Sí, hay un importante peligro,
construirnos la gran burbuja en la que habitar en solitario, pensar que nuestro
dolor es todo el dolor del mundo, valorar que no hay cuestión prioritaria más
allá de nuestra salvación, pensar que ese caparazón que nos separe mitigará
nuestro sufrimiento, que ya no hay más vida que esa muerte lenta y tenebrosa a
la que parecemos condenados y que todo lo demás ha dejado de tener importancia.
Pero el dolor sigue más allá de nuestra ventana y nuestras paredes y a menudo
es mucho mayor. Levanto los ojos y veo el tormento al que personas queridas se
ven sometidas, no hablo de un dato estadístico, sino de una realidad corpórea,
conocida, con nombres y apellidos a los que pongo cara, de un daño que puede
ser no tan llamativo como el mío pero más insidioso, ese lento gotear de una
tortura que te deja vencido, desarmado. Hablo de unas penas ante las que me
siento impotente, de unas muertes que son también las mías y con las que, si
quiero renacer, he de cargar, de alguna manera, con ellas. No hay mañanas
idílicas en las que nunca habrá nubes que las ensombrezcan, ni despertares
siempre con el sonido de un arpa. No hay renacer sin muerte en un diálogo
constante en el que la segunda no tiene fin porque no ha de tenerlo el primero.
Este es quizá el objeto de nuestra vida, saber aprovechar cada muerte para
enderezar nuestro camino y saber aprovechar cada renacer de los otros para
hacerlo nuestro. Morir sí, pero para después vivir.
Entrañable Jesús Mora,un abrazo.
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