Uno de los libros que ha forjado
mi manera de pensar es San Manuel Bueno, mártir
de Miguel de Unamuno. Versa sobre el carácter intolerable de la verdad, o
de lo que uno cree que es la verdad, para mucha gente y de cómo uno no debe
cuestionar esta cosmovisión si quiere mantener la felicidad, la unanimidad de
sentido, de esas personas. En una sociedad en la cual parece predominar el
discurso sobre el ser, aunque ese discurso sea contradictorio con la práctica
de la persona, uno no puede resquebrajar la manera de explicar la vida si esta
otorga felicidad y equilibrio al otro, especialmente si ese otro podemos decir
que nos muestra un testimonio de vida que a nosotros, por lo menos, nos da
ejemplo y nos abre interrogantes.
La palabra explica pero también
engaña, es una referencia pero no es suficiente para dar identidad, su dominio
es la riqueza de unos pocos pero nunca puede bastar para subordinarnos a ellos.
El discurso es aplaudido, coreado, por la masa y a menudo parece bastar para
establecer la ejemplaridad pública del sujeto que lo pronuncia, no es
necesario, incluso parece inadecuado, hurgar en la vida privada de ese sujeto.
Mientras el discurso sea exquisito y válido para los intereses del grupo cada
uno puede hacer con esa vida privada lo que quiera, el problema puede surgir
cuando esa privacidad termina haciéndose pública y aparecen cuestiones que
pueden perjudicar al grupo.
Y viceversa, a veces basta que el
discurso no sea compartido para cebarnos en ello e intentar desmontarlo aunque
difícilmente podamos achacar defecto alguno a esa persona. ¿Quién soy yo para
cuestionar esa manera de explicarse la vida si le otorga sentido? Vivimos en
una sociedad en la que el discurso es la capa de aceite que flota en el agua y
que no termina de mezclarse con ella, es la grasa que flota sobre un líquido
con el que nunca formará una mezcla, dando igual el tipo de grasa y el tipo de
líquido que utilicemos. El discurso nos sirve, fundamentalmente, para sentirnos
formando parte de un grupo y, por lo tanto, para sentirnos enfrentados a otro,
dando igual la práctica vital que se tenga pues esta ni nos agregará ni nos
expulsará de grupo alguno. Un discurso determinado no conlleva en la realidad
una manera de vivir y, a menudo, aunque nos parezca sorprendente, una manera de
vivir no siempre lleva consigo una determinada manera de pensar.
Lamentablemente en esta sociedad
el discurso es más valorado que la práctica vital y esto no deja de encerrar
una cierta visión clasista de la vida. El dominio del discurso se encuentra,
fundamentalmente, en manos de la persona letrada, con estudios; poner el acento
en el cambio de ese discurso frente al cambio de la práctica es mantener el
ejercicio de esa visión clasista que a la vez encierra una importante trampa,
la de apostar por lo fácil que no pone en cuestión nada de lo importante en la
vida y que, en buena medida, cambia poco o nada manteniendo lo fundamental en
ella. La persona con estudios, en esta sociedad, tiene mucho que enseñar y poco
que aprender de aquellas humildes que no han avanzado en esos estudios,
mientras que estas parece que tienen poco que enseñar y mucho que aprender.
Aquello de lo que se pueda obtener una credencial a relacionar en el currículum
resulta importante pero de nada sirve poder hacer referencia en este al hecho
de ser buena persona, de tener empatía, ternura, caridad o, incluso, inocencia.
Pienso que es importante saber decir, cuando es necesario, como Don Manuel: “Yo
estoy para hacer vivir a las almas de mis feligreses, para hacerles felices,
para hacerles que se sueñen inmortales y no para matarles. Lo que aquí hace
falta es que vivan sanamente, que vivan en unanimidad de sentido, y con la
verdad, con mi verdad, no vivirían”. Se trata de poder decir con franqueza, "yo no soy nadie ante este derroche de humanidad y algunas palabras sobran".
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