Tenía a mi alcance las
condiciones necesarias para la felicidad y no era consciente de ello. La
juventud, el reinado del ego es también el dominio de las pasiones y estas
tienden a calmarse mediante la esperanza de alcanzar el objetivo deseado y a
afligirse con los temores de que esto no pueda conseguirse. Para la felicidad
la pasión resulta incompatible con la insatisfacción como elemento del carácter
y quizá esto fue el lastre que me impidió esa felicidad. La pasión es
vehemencia pero también sufrimiento, se trata de un estado que queremos
permanente pero que así sólo nos lleva a la destrucción, es por tanto, vivida
de este modo también incompatible con la felicidad pues esta tiende a ser
considerada como un estado de euforia permanente algo que sólo nos lleva a la
frustración. La felicidad está compuesta de momentos sencillos, casi frugales
pero inmensos en esa su condición mínima, son alegrías temporales las que la
alimentan y que en esa temporalidad llegan a convivir con la tristeza:
El big band que supone el
nacimiento de un hijo.
El reposo de su cabeza en tu
hombro mientras intentas calmarlo o dormirlo.
La saliva que queda en tu mejilla
tras el beso.
El sonido de una voz inesperada y
querida que conmueve tu rutinaria tranquilidad.
El rayo de sol por el que se
desliza tu sueño y ante el que sólo tienes que abandonarte sin más.
El sentimiento de cariño
percibido que te rodea y forma una coraza protectora contra el desaliento.
El hacer del deshecho que te creías, las capacidades de ti que
encuentras y casi desconocías, el poder profundo y cálido que te llega en el
momento del descenso. El bien que todavía eres capaz de hacer.
La vuelta a la protección amorosa
de la infancia con el cubrir de una manta, mediante el cuidado de mi cuerpo desnudo,
con el abrigo protector a la hora de salir. El cuidado diario envuelto en
cariño.
La recepción de una llamada
inesperada, unas palabras de agradecimiento que crees inmerecidas, el encuentro
inesperado de alguien que acumuló tu recuerdo aunque tú lo creyeras imposible,
el homenaje también inesperado, también inmerecido, también liberador.
El momento de unas lágrimas
producto de la emoción.
El contacto de unas manos, la
percepción de mi cuerpo vivo.
La alegría natural de un ser
querido a pesar del sufrimiento en el que le mueves.
Nunca recuerdo esos momentos
asociados a la posesión, nada que compre, nunca a un regalo concreto sí al
saber con ello que se piensa en ti.
Nunca al discurso también
ortopédico que te viene de fuera, al juego de palabras que no dice nada de ti,
no lo que he representado sino lo que he sido, siempre lo íntimo, lo cercano,
al calor que percibes con ello.
Ahora, quizás un poco tarde, me
doy cuenta de donde reside mi verdadera fortuna, de qué me ayuda a todo ello,
de qué he de dar gracias a la vida, a pesar del dolor que me acompaña y de las
lágrimas que conlleva, a pesar de mi prisión me siento libre, a pesar de mi
alegría también siento la tristeza.
Hoy, sentado en mi silla de
ruedas, me siento feliz.