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miércoles, 30 de marzo de 2016

DIOS DESDE UN NO CREYENTE



 
No hay conversación aparentemente más sencilla que una sobre Dios y, sin embargo, no hay conversación en el fondo más complicada que una sobre Dios en la medida en que creemos que nos encontramos hablando de lo mismo y, sin embargo, lo más frecuente es que hablemos de cosas absolutamente distintas, en la medida en que la imagen de Dios, su concepto, pudiera ser que fueran completamente diferentes. Nunca nos comprenderemos y, por lo tanto, nunca nos convenceremos, creemos saber lo que el otro dice y ante eso argumentamos lo que consideramos más convincente, pero se trata de un esfuerzo inútil pues no sabemos en realidad de qué está hablando el otro, cuál es su concepto de Dios, este puede ser muy complejo o muy simple, tanto en un lado como en el otro, tanto el creyente como el no creyente pueden encontrarse anclados en un concepto fósil de Dios, en una imagen fosilizada, absolutamente infantil. Quizás la conversación inicial no ha de ser si existe o no existe Dios, sino cuál es el concepto de Dios que manejamos partiendo siempre de un convencimiento inicial: alcanzar a comprender y a definir correctamente a ese Dios se trata de un intento condenado al fracaso, es como si una de nuestras células intentará definir como somos nosotros; yo sólo puedo ser para ella una hipótesis sobre la que elucubrar, será imposible para ella llegar a comprenderme pero, no obstante, ella está aquí y yo también lo estoy. Esta imposibilidad no es algo que deba desanimar el intento, al contrario, se trata de un esfuerzo que nos engrandece en la medida en que nos introduce en un mundo de profundidad y trascendencia, un intento de ir más allá de nosotros mismos, de romper las barreras que intentan limitarnos.
Las posiciones ante ese dios parecen encontrarse entre dos extremos, el del creyente y el del ateo, el que afirma y el que niega, ambas posiciones dan tranquilidad aunque no tengamos claro qué es lo que afirmamos y qué es lo que negamos. El ateo no deja de ser otro creyente pues a menudo niega sin más pero un concepto, como he dicho antes, fosilizado. Es difícil encontrar imágenes más infantiles de Dios que las que maneja un ateo ejerciendo como tal. Entre medias parece encontrarse la posición del agnóstico que en su visión simplista renuncia a preguntarse por Dios pues se trata de una pregunta sin respuesta certera, imposible por definición. ¿Merece pues la pena preguntarse sobre Dios? Creo que sí, por supuesto, sabiendo que es imposible, y que en realidad lo que estamos haciendo es preguntarnos por nosotros mismos, por nuestra relación con el absoluto, con la naturaleza, con la humanidad, con nosotros mismos. Quizás la primera pregunta a hacerse es de qué hablamos cuando hablamos de Dios y si ese termino en concreto es el adecuado o es necesario sustituirlo por otro en la medida en que hablar de Dios es hablar de ese absoluto abstracto que es necesario ir concretando, es hablar de esa naturaleza que nos rodea, de esa humanidad con la que nos relacionamos, de todo aquello que hay más allá de nosotros mismos y que desconocemos, de una materia oscura que representa el 90% de la realidad que creemos conocer, de toda una energía oscura con la que llegamos a la conclusión de que no somos el centro de nada y que es inmensa nuestra ignorancia. La pregunta a hacer es qué hacemos con esa ignorancia y si debemos acometer preguntas en las que fracasaremos, si en ese desierto uno debe detenerse y aceptar sin más la realidad en la que se encuentra o caminar en busca de algún oasis que temporalmente nos alivie la sed. Una de las preguntas será si la ciencia puede satisfacer esa sed de conocimiento, si la ciencia es la respuesta, si en la ciencia no encontramos también creyentes que acotan su ansia de conocimiento dentro de los límites que la ciencia les marca y ya se encuentran plenamente satisfechos con las respuestas que esa ciencia les va dando. Jorge Wagensberg afirma sobre este asunto: “Lo que un científico hace es equivocarse todo el día. Yo siempre digo que la ciencia es negación, interrogación y duda.” Wagensberg está firmemente convencido de que “lo mejor que la humanidad ha hecho a favor de sí misma ha sido por gracia de creedores y ante la resistencia de creyentes” y establece una triple división, el creedor que “necesita mucho someter su creencia a la colisión con la realidad”, el crédulo que “lo necesita, pero no mucho” y el creyente, que “no lo necesita en absoluto”. Por eso aconseja que “si al poco rato de empezar una reunión descubres que las afirmaciones son inmunes a lo que pueda suceder en la realidad, sea cual sea la realidad, empieza a deslizarte hacia la puerta. La crítica será imposible”. Este caso sería el de la mayor parte de las discusiones antes aludidas. Por eso nuestro pensador afirma: “Apuesto por los creedores. Apuesto por los que dudan. La duda no es para crear confusiones sino para detectarlas y deshacerlas. La duda no es un signo de debilidad intelectual. Es lo contrario: se necesita más fortaleza para atender a una duda que para aceptar la primera excusa que la quita de en medio”.
La pregunta sobre Dios es zambullirse en un mar de dudas y no de certezas que debemos saber nunca resolveremos. Preguntas con respuestas pero imposibles, lo verdaderamente valioso en ello es el proceso en el que nos vemos envueltos y no las respuestas que nunca alcanzaremos del todo. El hombre es un animal simbólico y esta reflexión nos permite utilizar este lenguaje y adentrarnos en ese mundo. El lenguaje simbólico intenta acercarse a una realidad de forma tangencial sabiendo que nunca podrá penetrar en ella y que sólo reflejará su esfuerzo de acercamiento, hace referencia a un mundo imposible de reflejar racionalmente y su uso hace crecer al ser humano de forma ética y estética, no sólo puede llegar a ser inteligente sino también bello. Se trata de adentrarse en el misterio de la trascendencia que supone un ir más allá permanente, un huir del egocentrismo y del homocentrismo y abrir bien los ojos; ir más allá de lo conocido para afrontar el universo y un posible más allá de ese universo para interrogarnos incluso por todo aquello que damos como resuelto. La trascendencia no puede estar opuesta al concepto de inmanencia, se trata de un ir más allá para poder aterrizar mejor. La pregunta transcendente no puede encontrarse opuesta a una filosofía inmanentista. Se trata de encontrarse con los otros con más recursos en nuestras manos. Enfrentarse a un misterio que las respuestas de la ciencia nunca agotarán.
 
Desentenderse de la pregunta sobre Dios, sobre el absoluto supone también desaprovechar toda una sabiduría de siglos acumulada en los libros sagrados. La afirmación de que estos provengan de una revelación no los anula, el error que hoy podemos descubrir en esa lectura no los invalida. Difícilmente podremos encontrar otra en esos tiempos para una reflexión de este tipo. Despreciar de entrada la Biblia cristiana, en especial su nuevo testamento, no se trata de sabiduría sino de analfabetismo, de igual manera que lo es despreciar el Tao Te King o la  belleza y la sabiduría que encontramos en la mitología griega. No es posible encontrar textos científicos incluso esencialmente racionales en esa antigüedad puesto que la ciencia como tal no existía ni la razón tenía el valor que puede tener ahora. ¿ Quiere esto decir que no existía sabiduría? Quizás únicamente lo que pone de manifiesto es la ausencia de una capacidad lectura crítica aplicable no sólo a ese tipo de textos sino a cualquier otro del carácter que sea, es por esta razón por la que no siempre encontramos creedores en el mundo de la ciencia y si crédulos o creyentes.
Este empeño en el distanciamiento respecto al mundo de la trascendencia supone la generación de toda una relación de términos tabú y con esa renuncia a determinados términos una renuncia a adentrarse en todo un panorama de pensamiento y en todo una experiencia  actitudinal, especialmente me refiero a todo el mundo de los valores y en concreto en el de las virtudes. El solo termino virtud ya genera rechazo en la medida en que parece asociado al pensamiento religioso; rechazar el término supone con ello eludir la reflexión sobre el mismo. La virtud es la forma de actuar bien, la forma de ser y actuar humanamente, así la define  AndréComte-Sponville, filósofo no creyente, defensor de una espiritualidad laica, en su libro Pequeño tratado de las grandes virtudes. Las virtudes forman parte de la tradición y no son propiedad de ningún pensamiento en concreto, la reflexión sobre ellas busca el objetivo de ser cada día más humano, más bondadoso, más dueño de sí mismo; es por eso por lo que no debemos evitar la búsqueda de las virtudes nos suenen a lo que nos suenen: compasión, misericordia, humildad, pureza, caridad, piedad, fe, virtudes con una resonancia católica que nos lleva a su rechazo, además de, entre otras la fidelidad, la prudencia, la templanza, la justicia, la generosidad, la gratitud, la sencillez, la tolerancia, la mansedumbre y el amor. El avance de la secularización parece haber traído la ruptura con todo esto y en este sentido es lamentable, es por ello por lo que desde este estado no creyente he de agradecer mi pasado en la iglesia católica aunque siempre con un pensamiento crítico. Fue ese pasado lo que en gran medida forjó mi pensamiento y mi carácter. Fue en ella donde encontré las mejores personas independientemente de cuál era su ortodoxia. Es por ello por lo que hoy lamento la ausencia de esta tarea en este mundo secular y en especial en las formaciones sociales y políticas de izquierda desde el pensamiento del feminismo clásico según el cual lo personal también es político.
Ninguna de ellas ha de sufrir nuestro rechazo, incluida la caridad definida por el diccionario de la RAE en su primera acepción como una  actitud solidaria con el sufrimiento ajeno; incluso en la séptima de ellas definida como amar a Dios sobre todas las cosas, y al prójimo como a uno mismo nos remite al inicio de nuestra reflexión, al concepto de Dios. Quizás es llegado el momento de poner de manifiesto, al menos intentarlo, cual es mi idea de Dios. Huyamos del antropocentrismo y del antropomorfismo, la atribución de cualidades humanas a ese Dios no es sino un recurso que yo utilizo para intentar expresar mi experiencia. El Dios todopoderoso, omnipotente, es para mí completamente débil, limitado, impotente, dependiente de todos nosotros, dependiente de mí. El Dios omnisciente es ciego, no ve, es sordo, no oye, es tetrapléjico, no puede moverse, es insensible, no puedes sentir a través del tacto, no huele, no gusta, depende de mí en todo los sentidos. Yo no dependo de Dios es Él el que lo hace de mi, del mismo modo que el universo, toda la realidad, la vida, la humanidad, depende de mi actuación. No me encuentro controlado soy yo el que controlo. Hay un absoluto en el que yo me encuentro que depende de mí y a la vez me da sentido. El cómo llame yo a ese absoluto puede ser lo de menos, lo amo sobre todas las cosas y por ello amo al prójimo como a mí mismo, esa es la caridad. Yo soy la célula que habita mi cuerpo, el que no soy capaz de conocer pero que ahí está y al que cuido con mi función diaria. No sé cómo expresar ese absoluto pero sí sé cual es mí quehacer en él.


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