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jueves, 27 de octubre de 2016

CONSECUENCIAS DE LA DISCIPLINA DE VOTO



 
El verdadero daño que la política interna de disciplina de voto impone en los partidos políticos no se encuentra en el acto de votar en sí sino en todo lo que esa política genera en el antes y en el después del aparato en sí mismo y de cada una de las personas que lo integran. La política de un único voto impone también una única manera de pensar. La toma de una decisión debe suponer todo un proceso anterior en el cual se ha de considerar seriamente el asunto con el fin de llegar a formarse una opinión sobre el mismo, opinión que lleve a una decisión concreta. Este proceso inevitablemente se ha de realizar con el único instrumento que tenemos para ello: la palabra. Razonar supone utilizar esa palabra para analizar con la mayor profundidad posible los pros y los contras de una decisión, las distintas caras de un asunto, las convicciones que tenemos y las consecuencias que de las mismas se pueden derivar y que, responsablemente, hemos de asumir. Sin ese proceso mental no hay razonamiento ni, por supuesto, comprensión del mismo. En política este juicio ha de finalizar con la expresión del mismo planteando la decisión tomada y justificándola en base a las argumentaciones realizadas, justificación que ha de ser convincente en la medida en que ha de llegar a un público al que se le ha de persuadir para que tome una decisión concreta en el momento de las elecciones. Los dos momentos, razonamiento y expresión de ese razonamiento, han de ser coherentes ya que el discurso hecho público ha de ser convincente. La obligación de verbalizar en un sentido determinado supone pues la necesidad de asumir aquello que se verbaliza para no caer en contradicciones, es decir, es necesario que la actuación sea convincente para que seduzca al electorado potencial y, al mismo tiempo, para que nos convenza a nosotros mismos. Verbalizar de forma reiterada algo con lo que no estamos de acuerdo nos puede generar un desequilibrio que debemos corregir pues no hacerlo supone aceptar como comportamiento habitual una actitud de hipocresía, para ello debemos aceptar como válida esa decisión y ese razonamiento. Es difícil que tras un razonamiento determinado podamos aceptar, con frecuencia, una decisión opuesta al mismo. Si esto se repite (las motivaciones pueden ser a menudo espurias) la solución más cómoda puede ser la renuncia al acto de pensar y mantenerse a la espera de la decisión colectiva, decisión que, en la práctica, supone la de una jerarquía asumida como tal. Es decir, la disciplina de voto puede implicar una renuncia al acto de pensar.
La aparición de una jerarquía trae consigo que la renuncia suponga un acto de seguidismo. Es el líder el que piensa y son los militantes los que obedecen. No de otra forma puede entenderse el mantenimiento de Antonio Hernando como portavoz del PSOE en el Congreso de los diputados siendo capaz de defender una postura y su contraria. La persona se encuentra al servicio del aparato y dice lo que este le ordena. Uno puede preguntarse cual de las dos posiciones realmente es la suya, si es que lo es alguna de ellas. Este comportamiento no es exclusivo del portavoz sino que lo es de todo el grupo parlamentario extendiéndose no solamente a una disciplina de voto sino también a lo que podríamos llamar una disciplina del aplauso. En los momentos establecidos alguien inicia ese aplauso y todo el grupo, a una, lo acompaña. No es necesario escuchar, únicamente es necesario formar parte disciplinada del coro que aplaude o abuchea según se le diga. El político ha de ser la voz de la organización y esa voz ha de ser una, para eso está el argumentario que se les entrega. No sólo es necesario transmitir la misma idea sino que también es necesario hacerlo, a ser posible, con las mismas palabras. Uno se despierta con aquello que debe pensar y decir por lo que le ahorra ese esfuerzo. El aparato transmite un virus: la pereza de pensar. En la práctica esto supone la ausencia de debate en los órganos internos y en el partido en general. El debate es riqueza, su ausencia es pobreza. Destacar la ausencia de intervenciones en los comités de un partido como signo de homogeneidad del mismo y por lo tanto de valor, significa resaltar los defectos y denostar las posibles virtudes. Así se hace con la ausencia de intervenciones en los órganos del Partido Popular. Ver,  oír y callar en los órganos internos y aprender para transmitirlo al exterior.
Todo esto, es evidente, potencia un determinado perfil del militante. No todo el mundo acepta de buena gana ese papel. En el partido se genera una selección que lleva a primera línea a las personas dispuestas a ese comportamiento y desplaza al exterior hasta llegar a expulsar si es necesario a las personas problemáticas que puedan poner en cuestión la línea oficial. Quien se mueva no sale en la foto. Es necesario un tipo de gente capaz de transmitir con la misma convicción lo blanco y lo negro, una posición y su opuesta, siempre con el mismo criterio, aquello que en ese momento beneficia al partido. Se le pide la voz, no el cerebro. Aquel que plantee unos mínimos problemas de conciencia no tiene duda en ese mundo. El mensaje simple no sólo se elabora para facilitar su asimilación por el público, sino quizás porque el transmisor no es capaz de elaborar algo más complejo. Los matices no pueden existir, los interrogantes no existen sólo puede haber respuestas certeras, directas, agresivas con el otro, soluciones infalibles, aunque parafraseando a Groucho Marx, si no le gustan estas respuestas, llegado el momento, tendremos otras.
Hemos asistido a la devaluación de la palabra. La palabra ya no tiene valor, no importa mentir si es necesario. Uno debe aprender a mentir si quiere prosperar aquí, mentir sin modificar el gesto, haciéndolo con entereza. La promesa forma parte del teatro y su incumplimiento ha de ser también aplaudido por el público. Es necesario el ruido, el énfasis, el grito, el contenido es lo de menos, si el que dirige lo pide habrá que aplaudir disciplinadamente.
Es evidente que esta disciplina de voto puede tener sus beneficios al simplificar la posición de un partido. El electorado valora la unidad y no las contradicciones. El problema surge cuando estas posiciones únicas se solapan y se hace necesario buscar las diferencias como sea. Establecer la libertad de voto (que defiende el texto constitucional) obligaría a muchos cambios en la ley electoral y en los ordenamientos parlamentarios. Sería la hora de preguntarse si un grupo parlamentario ha de tener un portavoz único o han de ser varios en función de lo que se defienda y de la posición personal de cada uno. Sería el momento de establecer las listas abiertas en las elecciones para poder votar a personas concretas y no a un bloque ordenado por el aparato del partido. Y el de plantearse la cantidad de nuestros representantes y su función. Para actuar como un rebaño es excesivo su número pues carecen de una función representativa concreta. Da la impresión que se les está pagando un sueldo importante para nada. Nuestros parlamentos puede ser, en realidad, una imagen bien representativa de todos nosotros. Pensar es molesto y resulta mejor si alguien nos facilita los argumentos que queremos exponer. La representación de mediocres sólo puede hacerse de forma ajustada por otros mediocres. La inteligencia es incómoda y sólo es admisible en la periferia de nuestras instituciones y de nuestra vida.

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