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jueves, 26 de enero de 2017

CHIQUILLADAS




Diego, Lucía, Arancha, Jokin, son sólo algunos de los nombres que terminaron suicidándose como consecuencia del acoso escolar. Efectivamente, como bien dijo  Olga Carmona en un artículo publicado en el diario El País el pasado 14 de enero, el acoso escolar no puede ser causa suficiente para esos suicidios. Junto al acoso hay múltiples variables que hacen que ese detonante unido a otros factores de la personalidad del adolescente termine acabando de esa manera; y es bastante probable que los responsables últimos del suceso no se encuentren solo en el centro escolar, seguramente la mirada ha de detenerse también en otros lugares en los cuales la personalidad de ese adolescente se ha ido forjando, especialmente en el ámbito familiar. Dicho eso parece que entonces podemos dormir tranquilos, libres de culpa, pues una parte intentará culpabilizar a la otra y esta se exculpara responsabilizando a la primera.
El acoso escolar parece frecuente en nuestros centros educativos, un amplio porcentaje de nuestros escolares se han sentido acosados en algunos momentos. El acoso es algo habitual en los patios, pasillos y aulas de estos centros; y algo habitual desde las edades tempranas, en los centros de primaria y en los institutos de secundaria; y con frecuencia se intenta restar valor a estos comportamientos tachándolos de chiquilladas, es decir, puerilidades, simples travesuras. Seguramente llevan razón, forman parte de los comportamientos habituales de los niños, son chiquilladas, más o menos afortunadas pero chiquilladas. La imagen idílica que queremos transmitir de los niños como seres inocentes no es del todo exacta, nuestros niños son hijos de esta sociedad y esta sociedad deja mucho que desear. El diferente ya sea por el color de su piel, por su estructura corporal, por su orientación sexual, por su idioma, por sus gustos, por su forma de pensar o por el motivo que sea tiene difícil ubicación en ella; los adultos aprenden las normas de convivencia y con ellas las formas del disimulo, pero los niños todavía no han aprendido a ser políticamente correctos por lo que no es raro que esas diferencias generen burlas o aislamiento, aprenden de lo que ven y de lo que oyen, y tienen mucha más sensibilidad para percibir los comportamientos de fondo y las actitudes de lo que nosotros creemos o deseamos creer. El ser humano es un ser social y esto que naturalmente es positivo supone también que utiliza el grupo para parapetarse tras él, para esconderse y dejarse llevar. Es un animal gregario que tiende con facilidad a someterse a las iniciativas ajenas, puede ser servil y cruel a la vez. Este comportamiento es frecuente en un centro educativo; el escolar puede llegar a ser una persona muy diferente camuflado en el grupo o en solitario y, como el resto de los humanos puede llegar a ser muy sumiso frente al líder. Manifestar una opinión diferente a la del grupo y enfrentarse a él es algo que generalmente necesita ser aprendido pero que normalmente no es enseñado. Al igual que los micromachismos, en la escuela también se dan microacosos que tienden a pasar desapercibidos como chiquilladas que no merecen demasiada atención. En la disputa en torno a la educación para la ciudadanía las asociaciones que se manifestaban en contra lo defendían con un enorme disparate: la educación corresponde a las familias y no al centro educativo. Entendemos ese concepto de educación como educación en valores y emocional; el centro educativo queda reducido a la simple instrucción. Desgraciadamente, así ocurre en muchos casos. No estamos suficientemente atentos a lo que ocurre entre nuestros alumnos y difícilmente nos implicamos en la práctica defendiendo los valores correspondientes y criticando sus antivalores. Es fácil identificar el tipo de alumnos que se encuentran en riesgo, algunos de ellos saltan a la vista rápidamente, otros los podremos descubrir con algo de atención. Uno de los valores a defender siempre ha de ser la defensa del débil. Ahí tenemos que estar nosotros y ahí es necesario animar desde el primer momento a nuestro alumnado, sea en el centro o sea en la calle. De igual modo es necesario establecer una complicidad y confianza con ellos para que ese tipo de comportamientos no forme parte de un silencio cómplice que nos mantenga en la ignorancia. No formamos parte del enemigo, esto no se transmite teóricamente sino que hay que ganárselo en el día a día.
Estos comportamientos no los resolveremos nunca escurriendo el bulto que nos corresponde y acusando a la otra parte de su responsabilidad. Todos tenemos alguna y todos hemos de implicarnos en ello. Trabajar este aspecto es trabajarnos a nosotros mismos. No se trata de sustituir a nadie, se trata de asumir nuestro papel y descubrir, aunque nos parezca mentira, uno de los aspectos más gratificantes de esta profesión por complejo y duro que realmente sea: el hecho de cuestionarnos y mejorar como personas para poder ser verdaderamente útiles en el crecimiento de otras muchas.


domingo, 22 de enero de 2017

EL ÁNGEL DE LA MUERTE



Él ya tiene 92 años, su vida se limita a ir de la cama a la silla de ruedas y de la silla de ruedas a la cama, del dormitorio al saloncito que utilizan de comedor y de este al dormitorio. Un hombre acude todos los días a levantarle y a acostarle y lo saca todas las mañanas, haga el tiempo que haga, para darle una vuelta a la manzana cargado de bufanda, abrigo y una manta que le cubre las piernas. A pesar de ese pequeño paseo su relación con el exterior es prácticamente nula, su sordera es muy grande y su memoria ya muy pequeña y lenta. Nadie se para con él pues además de estar casi irreconocible, es demasiado grande el esfuerzo para ser identificado y a uno nunca le queda la garantía de, en realidad, haberlo sido. En casa le espera ella, 85 años, antes se iba sola todas las tardes a distraerse un poco en el casino, le gustaba jugar al bingo, ahora no puede hacerlo ya. Sus movimientos son lentos y torpes. Le da miedo caerse. Se la entiende mal, últimamente se queja de fuertes dolores en la boca y de tenerla llena de pus, aunque le dicen que no se preocupe. Una mujer acude todas las mañanas para hacerles la comida, pero es ella la que tiene que dársela a él que ya no puede ni tan siquiera coger un vaso. La mayor parte del día la pasan solos, en silencio, una comunicación sería casi inútil. Él y ella, solos, sin hijos, sin hermanos que ya murieron, sus amigos o también murieron o se encuentran en una situación similar a la suya. Solos, un día y otro y otro y otro. Ella dice, a quien acepte escucharla que está cansada de vivir, que su vida ya carece de sentido, que ya no hay nada que pueda hacerles ilusión, que el mundo ya no es el suyo. Cuando le dice a él que desea morir y logra hacerse entender, él se enfada, no quiere oírla decir eso, desear la muerte no está bien. ¿Qué haría el uno sin el otro? ¿Dónde irían a parar? El tiempo transcurre lento, allí nunca luce el sol. Agradecen una simple llamada telefónica de las muy escasas que reciben. Por un momento se sienten estar en el mundo para otros. Ella llora sin nadie que vea sus lágrimas. Se siente cansada sin nadie que escuche su queja. Sueña con un final sin nadie que la pueda ayudar.
Realmente no sabría decir cuando y cómo ha entrado ese hombre, el caso es que se encuentra allí sentado con ellos y está teniendo una relajada conversación. Sorprendentemente parecen escucharse los tres sin problemas. Ríen de forma natural, hace tanto que no lo hacían. Verdaderamente no hablan de nada en especial, sencillamente hablan. Seguramente ni siquiera ellos sabrían decir de qué. Allí está ese hombre desconocido con el que se encuentran como si fuese un familiar. Ignoran como se llama pero no les importa, ni siquiera piensan en ello. Confían en él de una forma instintiva, no les importaría dejar la vida en sus manos. Ella ha olvidado sus preocupaciones y él parece haber rejuvenecido bastantes años. La tarde transcurre de forma relajada, se va haciendo de noche. Parece no haber prisa y se comportan como si nadie extraño a aquella casa se encontrara con ellos. Están haciendo su vida rutinaria y así continuarán haciendo. Está llegando la hora de acostarse y así harán. Para nada perciben como falta de educación dejar a aquella persona allí sola. Cuando llega el momento los dos se marchan al dormitorio. Ella empuja la silla de ruedas de él. Como si fuese la cosa más natural del mundo, él se levanta de la silla y se acuesta y ella hace lo mismo. El extraño se acerca y los arropa. La besa a ella en la frente y con la palma de la mano le cierra los ojos; después le besa a él y le hace lo mismo.
No despertarán, había pasado un ángel.
¿Es necesario ganarse la muerte a base de vivir? ¿Cuántos años hay que cumplir como mínimo? ¿El sufrimiento reduce ese mínimo o es algo que se supone ya incorporado a la vida? ¿Es la vida un regalo que se puede volver contra ti sin que tú tengas la posibilidad de devolverlo? ¿Qué hacer cuando la vida ya te ha agotado, cuando los días ya son años, cuando el amanecer nunca llega? ¿En quien se encuentra la maldad, en quien ayuda a morir o en quien prolonga la tortura? Para que te concedan el premio, la muerte, es necesario haber recibido antes íntegramente el castigo, una vida insoportable y sin sentido; obligar a esto no supone virtud alguna, no hay piedad ni compasión, si es que se recuerda mínimamente lo que es esto, únicamente se trata de crueldad e insensibilidad o, como poco, de indiferencia. Aquel que no quiere ser dueño de su vida se erige en dueño de la de los otros. Cuántas parejas hay expuestas al olvido de todos en el día a día para sólo ser tenidas en cuenta como escandalosas, si sólo desean estar unidos hasta el final, si ni tan siquiera quieren ser separadas por la muerte; obligadas a esta separación una de las partes es sometida a una nueva condena: morir de tristeza en un asilo. Amar es ayudar en los momentos en los que la vida entra en crisis, asistir hasta el final, hasta el mismo suicidio si es necesario.

jueves, 19 de enero de 2017

Lectura y pensamiento





El último barómetro del Centro de Investigaciones Sociológicas (C.I.S.) recoge un dato fiel reflejo de nuestra realidad. El año 2015 casi el 40% de los españoles (cuatro de cada diez) no leyeron ningún libro. No se trata únicamente de señal de la progresiva pérdida de un hábito trasnochado, el libro, ese viejo objeto del culto para extraños seres de tiempos acelerados. Asumamos el cambio de los tiempos y con él asumamos también el cambio de formato. No nos referimos aquí al libro de papel o al electrónico, al texto impreso o al digital, nos referimos en primer lugar al hecho de la lectura amplia y tranquila que necesita unas actitudes y características cada vez más alejadas de las personas que estamos construyendo. Ese acto lector necesita realizarse bajo una serie de características: en soledad, en silencio, en quietud y con esfuerzo, se trata de un espacio de tiempo duradero, continuo y a pesar de lo aparentemente dicho, a realizar de forma activa, el acto de la lectura supone un diálogo en el que el lector no puede permanecer pasivo. La sociedad en la que nos movemos viene a ser la antítesis de este acto. El hombre de hoy tiende a huir de esa soledad que fácilmente se identifica con el aburrimiento. No estamos preparados para ese aburrimiento ni lo estamos para encontrarnos solos. Sinónimo aparente de esa soledad es el silencio, necesitamos el ruido a nuestro alrededor, la televisión ocupa un lugar central en nuestra casa y en nuestra vida, es uno más de la familia, no tiene sentido que un aparato de tal interés se mantenga apagado, es importante encenderlo desde el momento que nos encontramos allí y, en la medida de lo posible, sin que nos exija esfuerzo alguno pues su objetivo, no siempre declarado, no es este sino nuestro adocenamiento. Si al hecho de la soledad y silencio añadimos la quietud con lo que nos encontramos es el puro y simple aburrimiento, algo para lo que raramente estamos educados desde nuestra más tierna infancia. Esa sociedad acelerada o líquida no está construida para exigirnos esfuerzo, hemos pasado del texto continuo (el libro) al discontinuo (la Red), de la lectura prolongada de un texto a la lectura a salto de mata, aquí y allá. Esa Red nos aporta una capacidad nueva que hemos de desarrollar pero nunca a costa del sacrificio de nuestra capacidad lectora clásica. Estemos donde estemos, estemos ante lo que estemos, estemos como estemos, estemos con quien estemos, estemos activos que no quiere decir en movimiento. Que la opción de los entretenimientos pasivos no la convirtamos en un hábito, el hecho de la relajación ya es una decisión activa y el hecho de poner en off nuestra mente en algún momento en nuestra vida también ha de ser una decisión activa, consciente y puntual. La gran paradoja es creo que lo que llamamos animación lectora también va por caminos opuestos a ese acto lector. Nos encontramos fundamentalmente con actividades grupales, en movimiento, con alboroto la mayor parte de las veces y buscando la diversión. No es raro que después, cuando el niño se encuentra con el libro en las manos descubra que aquello no tiene nada que ver con lo que le hemos vendido.
Pero la perdida de esas capacidades va más allá del acto lector. Ese esfuerzo completamente personal, plenamente activo aunque no se perciba desde fuera actividad alguna, necesitado de un trabajo mental, no está poniendo en juego únicamente la acción lectora sino también el acto de pensar. Pensamos cuando nuestra mente está en on, siempre que establecemos un diálogo con la realidad, con nuestro exterior. Adocenarnos, sentir la incapacidad para encontrarnos en soledad y silencio, faltos de un ruido que impida que la información nos llegue con claridad, es algo bien representativo de la pérdida de la suprema capacidad humana, la del pensamiento. No se trata de grandes elaboraciones teóricas, seguramente hay muy poco por inventar y lo poco que haya no está a nuestro alcance. Se trata de sentir que nos encontramos en diálogo con la vida, que la rapidez que se nos impone desde fuera no nos impide detener el tiempo necesario para asumir la realidad en la que nos encontramos y descubrir nuestro lugar en ella. No buscamos grandes titulares, quizás sólo sea descubrir al otro, por pequeño que sea, y dialogar con su realidad. Se trata de cuestionarnos a nosotros mismos y estar siempre atentos a la lectura de la realidad que nos rodea, sea esa realidad en el formato que sea, incluido, por supuesto, un libro.

jueves, 5 de enero de 2017

TREINTA Y TRES AÑOS DESPUÉS




Octubre de mil novecientos ochenta y cuatro. Me resulta complicado recordarme por aquellos años. ¿Quién era yo? Quizás un jovenzuelo pletórico de futuros. Hay una pantalla difusa entre él y yo que me impide reconocerme. Quizás porque es imposible reconocer el futuro desde el pasado. Los sueños fácilmente se olvidan cuando uno despierta y quién era yo sino un soñador. ¿Y quién soy yo hoy sino un des-encantado? Alguien que despertó de una pesadilla con la respiración al galope. Han pasado tantas cosas en estos treinta y tres años. Han pasado muertes que nos han ido arrancando cada una de ellas una parte de nosotros, nos han despojado de parte de nuestra identidad y nos hemos visto obligados a irla recomponiendo con esfuerzo y dolor. Han llegado fracturas, distancias, soledades, noches, cicatrices que nos han entristecido la mirada, que nos han tornado algo escépticos, que nos han dibujado en el rostro los rasgos de la vida. La vida del desencanto cuando el hechizo se ha roto, cuando esa nube en la que vivíamos se ha desvanecido, cuando esas creencias que nos aportaban seguridad las hemos descubierto hechas de la misma fragilidad que nosotros mismos, carne de nuestra misma carne, pura y sencilla humanidad. ¿Cómo no perder la esperanza en ese desencanto del que ya no podremos regresar?
También han llegado vidas, nuevos ojos con los que ver, nuevas ilusiones en las que renacer. Sólo los otros nos hacen crecer, crecer en la conciencia de lo que somos, piedra pequeña y ligera, que no ha sido hecha “para ser ni piedra de una lonja, ni piedra de una audiencia, ni piedra de un palacio, ni piedra de una iglesia”, tal vez sólo para una honda. Descubrir la grandeza en la humildad, la fortaleza en la fragilidad, las grandes esperanzas hechas de pequeñas esperanzas, de minúsculos pasos, de diminutos gestos, de palabras sinceras, no huecas, todo a la altura y tamaño de nuestra realidad.
También han permanecido vidas. ¿Qué soy yo sino esas vidas que han permanecido junto a mí, que han ido configurándome? Una vez abandonada la estúpida soberbia del que se cree en la verdad absoluta he podido descubrir la absoluta verdad de los afectos, de los verdaderos afectos, aquellos que permanecen aun en caminos diferentes, los que establecen puentes aun en las distancias, los que guardan un rincón en uno mismo aun en el silencio.
Treinta y tres años después no he perdido la esperanza porque no he perdido los afectos, porque no he perdido algunos afectos; porque los que me han acompañado en el camino me han ido descubriendo cada vez más el encanto de la sencillez (porque me has acompañado); porque los que me han querido han sabido entender mis fisuras en el barro, mis debilidades a veces enmascaradas de genio (porque me has querido); porque hemos hablado y hemos pronunciado palabras diferentes que me han hecho salir de mi (porque me has hablado). Treinta y tres años después como agradezco a la vida (o a Dios, qué importa como lo llamemos) poder estar hoy aquí, junto a ti, desde la humildad, desde el silencio, desde el cariño.
Sólo así, en la noche oscura, estando ya mi casa sosegada, podré salir a buscar a la amada. ¡Y la amada está tan cerca!.
Gracias por todo.