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viernes, 25 de agosto de 2017

Decir te quiero





Resulta contradictorio que en un país que se autodenomina como mayoritariamente católico y que tiene entre los mandamientos fundamentales el de “amarás a tu prójimo como a ti mismo” sea tan extraño escuchar un “te amo”. Hablar de amor es hacerlo de palabras mayores, decir te amo se encuentra reducido al ámbito de lo privado, fuera de esa intimidad sólo se generaría en esa persona un estado de perplejidad. Una declaración de amor viene a ser un propósito de vínculo que difícilmente puede extenderse más allá de una persona. Decir amor puede ser generar equívoco, provocar trastorno, incluso infelicidad; quizás el principal motivo para el uso escaso de esas palabras puede radicar en una triste realidad: raramente nos amamos a nosotros mismos, para intentar resolver esa contradicción es por lo que hemos buscado un sinónimo cuyo compromiso sea menor, que podamos decir alegremente sin vernos implicados por ello en una relación mayor, y aún así que poquitas veces decimos un te quiero, que poquitas veces lo escuchamos. Querer puede excluir el enamoramiento y puede resultar sinónimo de un término de afecto aún menor: el cariño, y aún así, insisto, que poco lo decimos, vivimos en una sociedad en la que mostrar afecto es difícil. Vivimos en la superficie, nuestro interior permanece vedado, solo la verbalización de nuestro pensamiento puede que nos haga conscientes del mismo; ese interior puede que nos resulte desconocido también a nosotros mismos si somos incapaces de transformarlo en palabras y gestos. Puede ser aquí donde encontremos el verdadero antisistema, el que evita la apariencia capaz de ser mercantilizada, el que se abre y es capaz de expresar su verdadero e indomable interior.


Propongámonos ser capaces de querer y ser capaces de expresarlo, de hacerlo en nuestros distintos ámbitos y distintos niveles, el del amor, el de cariño, el del deseo. Ninguno de ellos ha de avergonzarnos, únicamente es conveniente elegir el momento  y la forma. Es triste que uno pueda morir sin haber oído nunca un te quiero y es triste que uno deje pasar momentos importantes de su vida sin ser capaz de verbalizarlo y expresarlo de alguna manera, de hablar, de besar, de abrazar, de acariciar. Esa madre que hubiera pasado el día revoloteándole mariposas en el estómago si nos hubiéramos atrevido a pronunciar dos palabras tan simples, esos hijos que quizás hubieran roto sus barreras si hubieran crecido en un mundo de besos y palabras de amor, esas decisiones que hoy podemos lamentar no haber tomado. Querer a esa amiga que te lleva siempre a la risa y no dejar pasar la ocasión de decírselo, como a aquellos amigos y amigas que siempre saben estar en el momento justo, las que reaparecen  de pronto en tu vida abriendo espacios de felicidad.


Decir te quiero, sintiéndolo, es vivir el ahora. Escuchar constantemente tu interior y exteriorizarlo, descargar nuestro fuero interno y, de alguna manera, liberarnos, desprendernos  de esa carga que se nos va acumulando y taponando nuestra capacidad de expresión, nuestra libertad de pronunciarnos. En la medida en que seamos capaces de manifestar esa interioridad inhabitual y a veces dura lo seremos también para reivindicar nuestra minoría, para no temer quedar señalados. Decir te quiero, es también ser capaces de vincularlo al placer y al dolor, a la noche y al día, decirlo desde el gozo o de la tristeza, manifestarlo como la alegría de la vida o como la petición de perdón por tanto silencio. Decir te quiero es utilizar tu cuerpo, ser capaz de decirlo con una mirada, con una caricia, con un beso, superar tu espacio íntimo para invadir, sin agresión, el del otro. Lo importante del te quiero no es lo que consigues a cambio de la otra persona sino lo que consigues para ti mismo: la libertad, la felicidad de ser quien, en el fondo, siempre quisiste, la satisfacción de atreverte a mostrar tu yo.




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