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sábado, 6 de enero de 2018

Enclaustramiento



Hace unos días vi la película de Julian Schnabel “la escafandra y la mariposa” basada en el libro del mismo título cuyo autor fue Dominique Bauby que sufrió un síndrome de cautiverio cerebral tras padecer una lesión del tronco encefálico. En dicha situación el paciente está alerta y despierto pero no puede moverse o comunicarse verbalmente debido a una completa parálisis de casi todos los músculos voluntarios en el cuerpo excepto, como mucho, los ojos. El enfermo se ve enclaustrado en su propio cuerpo. Puede ver y oír pero no puede hablar ni realizar cualquier otro movimiento, la incomunicación es total salvo que pueda establecerse una vía a través de los movimientos de los párpados.
Mi esclerosis múltiple no llega a ese extremo pero poco a poco se va acercando. No llegará al mismo, al menos quedará el lenguaje verbal, la principal característica que diferencia a los humanos del resto de los animales. No obstante, la sensación de encontrarse cautivo en el propio cuerpo puede que sea inevitable, ya por fin convertido en mero espectador. En ese momento puede sentirse que la propia vida sobra, pero no la ajena, especialmente la vida en flor, la infancia que te mira sorprendida, puedes todavía ser protagonista en la sorpresa. Inmóvil, en silencio, te has convertido en el centro de atención para ellos y ellos para ti, su pujanza vital es puro espectáculo. La juventud, el genio que palpita en ella, la ilusión que tú dejaste atrás y que observas con condescendencia y cierta envidia. No te sientes con la dureza suficiente para quebrar ese sueño, no estás convencido de su imposibilidad y de la inutilidad del esfuerzo. Quizás todo pueda haber quedado en la inutilidad de tu vida para alcanzarlo. Escuchas el eco de tus palabras y a veces dudas de su sentido, temes que sólo sean sonidos vacíos. Sólo puedes transmitir pequeñas lecciones de andar por casa, el decaimiento físico pone en evidencia que también nuestra grandeza, si llego existir, decae, es la humildad lo que te enseña esto, lamentablemente en la segunda mitad de tu vida; es entonces cuando puedes deslindar el trigo bueno del malo, la mies sucia de la limpia, en ese esclarecimiento puedes irte quedando solo, por ley de vida, es la vejez o la muerte la que acude a separar los verdaderos amigos de ti, o puede tratarse de otra no menos ley vital: la huida del dolor, el miedo a ver el futuro que está aguardándote. Son  esas lecciones de quién es en verdad el pequeño y quién el grande, qué es riqueza y qué engaño, cuándo camino hacia delante y cuándo hacia atrás, cuando está justificado el orgullo y cuándo la vergüenza, cuándo es el largo túnel que lleva a la salida o el corto que desemboca en un laberinto. Es únicamente eso lo que puedes ofrecer: palabras, diálogo, escucha; algo devaluado hoy en día en el tiempo del mensaje breve, en el que a ti, con facilidad, te podrán tildar de abuelo cebolletas.
Puedes encontrarte atrapado en tu cuerpo, pero este, inmóvil, sigue estando ahí, y con él el deseo. El deseo del cuerpo en la otra persona. La juventud, la belleza del cuerpo humano en su mejor momento, poder contemplar su desnudez, el lento descubrimiento de la piel, de cada centímetro, de los rincones ocultos, el espectador privilegiado de la Venus, de Afrodita. Una caricia, un beso, una mirada tierna, Apolo inmóvil sufriendo en sí mismo la cercanía de la muerte con el único instrumento que tiene para ello: la imaginación, la cuerda a la que te agarras para no terminar de caer, para creer que no estás solo, que todavía la vida te regala. El pozo de agua en el que intentas en parte saciar tu sed.

Y con él la memoria, el recuerdo de aquello que te hizo feliz. Atrapado en este cuerpo, con una frágil memoria, sólo lo emocional es capaz de aportarme pequeños momentos de felicidad: la infancia de mis hijos, el recuerdo de su cuerpo en mis brazos, la casi vivida sensación del contacto con mis manos, el peso, su olor, su cabeza sobre mis hombros, los momentos de juego, el tiempo de lectura antes de dormir, las madrugadas en vela; tantas sorpresas y  regalos que mi mujer me ha aportado, tanto tiempo, tanto esfuerzo dedicado; el recuerdo de las personas han sido importantes en mi vida, ya sea  unos días, unas semanas, unos meses, unos años; aquellos momentos en los que he llorado de emoción; el cariño que percibo a mi alrededor. Ese recuerdo que suaviza tu vida al mismo tiempo que te hace más pesado ser una carga.
Enclaustrado en el cuerpo es contemplar la belleza, la alegría de vivir, su fuerza y dinamismo, lo que puede hacer merecer la pena un nuevo minuto de vida y los recuerdos placenteros que siempre otras personas te han aportado en el pasado los que justifican el tiempo transcurrido a pesar del dolor y las lágrimas que también han podido acompañarlo. Belleza y alegría, fuerza y dinamismo, la deidad que ha recorrido y recorre contigo esa vida.

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